Artículo publicado hoy, 12/05/2009, en el diario La Provincia/DLP
DE TODO UN POCO
Donina Romero
CORREVEIDILE
Desde luego no soy Sigmund Freud, y aunque comprendo que como humanos nos equivocamos y que a veces la mente puede ser una mazmorra cuando se tienen pensamientos amarrados y obcecaciones, hay cosas que no desaparecen bajo el océano como la buena educación y una dosis de humildad, que siempre van bien para el espíritu. Decía Voltaire que “la Tierra es el mejor posible de los mundos”, y servidora digo que más que el planeta Tierra lo es el hogar del cerebro, dulce hogar, si, como decía Gandhi “la felicidad se alcanza si lo que uno piensa, lo que uno dice y lo que uno hace están en armonía”, y añado yo que con los demás y sobre todo con los de la propia casa. Y viene esto a cuento por la historia que a continuación les voy a contar.
En su juventud, mi santa madre tenía una amiga a la que apodaban “correveidile”, no porque trajera y llevara chismes sino porque ella misma contaba que cuando se enfadaba (amulaba) por cualquier motivo con su marido, aquello le tiraba del genio y de aquel lado de tiranía que tenía e inmediatamente se le atascaba el cerebro no sabiendo distinguir un limonero de un limonar, negándose a dirigirle la palabra al cónyuge durante meses, pero poniendo de intermediarios a sus inocentes hijos con quienes le clavaba una estaca en el corazón al enviarle recaditos como, “corre, ve y dile a tu padre que la comida está servida”, “corre, ve y dile a tu padre que me dé más perras porque ya no llego a fin de mes”, “corre, ve y dile a tu padre que hoy llego tarde porque me voy a la novena de Santa Rita y que se haga la cena él solo”… y así fue como quedó apodada entre las amigas “correveidile” para los restos.
Al marido de la interfecta jamás le colgaron ningún apodo (nombrete) a pesar de que, enjaulado en su orgullo por estar ya cansado de darle pases al mal carácter de su cónyuge, siempre contestaba plantándole cara de modo insolente (fruto de lo que sembró la esposa) con el recado de turno a sus hijos, “pues tú vas y le dices a tu madre que haga malabarismos para llegar a fin de mes, porque yo tengo los bolsillos más pelados de perras que una pera al vino y no me va a sacar ni quince céntimos”, “pues tú vas y le dices a tu madre que yo también voy a llegar tarde, porque hoy tengo partida de envite en el casino y allí voy a pizquear algo”. Y en ese juego de niños que sonaba a desafío y haciendo ambos mal uso de su inteligencia se pasaron la vida, metidos en el agujero de la soberbia y el orgullo, pues la moza pretendía que él le echara incienso para quitarle el amulamiento y el mozo aspiraba a que alguna vez ella fuera razonablemente sumisa y no tan molestona (pejiguera).
Pero como cada uno crea su destino con su modo de actuar y de pensar, la postura de ambos quemaba más que una “fondue” de queso, y ninguno de ellos se preocupaba por enderezar la situación intentando levantar el telón para la reconciliación. Así es que metidos en aquella guerra verbal (emperrados) donde se disparaban torpedos a babor y a estribor, se perdieron, por brutos, momentos de palomo buchúo con paloma arrebatada, y todo por no querer respirar el mismo oxígeno. Y es que el orgullo (a veces peor que una fractura múltiple de cadera) puede vaciar la cabeza y el corazón de buenos sentimientos. Y digo yo que aunque no se tenga el mismo espíritu del acuerdo existen otros modos de demostrarse enfado, incluso con una rabieta, pero no con un carácter inflexible e intransigente con enemistad de meses por culpa del rencor (reconcomio), por lo que, en estos casos, les digo a esos sufridores maridos, que mejor será que el palomo buchúo arrulle a la paloma arisca (erizo cachero) que, al fin y al cabo, es la reina del palomar y hay que respetarla como a los pilares de una casa, además de que perdonar es un descanso. Que ya lo dijo alguien, “el perdonar nos ahorra el gasto de la ira, el costo del odio y el desperdicio de la energía”. Que tengan un buen día.
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