Artículo publicado hoy, 07/07/2009, en el diario La Provincia/DLP
DE TODO UN POCO
Donina Romero
YO, YO, YO…, Y SIEMPRE YO
Creo que aún siendo indiscutible la valía de un quehacer (sea el que sea y venga de quien venga), son más bonitas las salpicaduras de humildad que buscar estar siempre en primerísimos planos y creerse la/el mejor. Pero hay casos que, a pesar de la buena voluntad y nuestra carga de comprensión por dirigir las emociones y sentimientos nobles hacia los demás, se pueden hacer insostenibles con la machacona vanidad, el exceso de vanidad desbordada y casi desordenada, desposeída de un mínimo de discreción y modestia. Y pienso que se está equivocado, que el corazón debe de ser generoso y reconocer los méritos ajenos, porque sería injusto obviarlos.
Y viene esto a cuento porque hace unos días tropecé en nuestra calle Mayor de Triana (donde nací y me crié) con una conocida que hacía tiempo no veía, recordando de ella que siempre tuvo los esquemas de la vida algo disparatados. Vanidosa como siempre (echona, echadora), no paró de hablarme de sí misma y de lo maravillosos que eran ella y sus hijos (al pariente ni lo mencionó, lo que me hizo suponer que estaba separada o viuda y no deseaba resucitarlo), y cuando su señoría terminó de hablar me largó dos sonoros besos de despedida, dejándome con la palabra en la boca y el oído obstruido (tupido). Esto me recordó el día que me encontré en la península y bajo el azul quebrado del mediodía, con un colega poeta que no ha perdido la costumbre de seguir con fantasías cercanas a él. Le hablaba yo de los problemas del mundo, que no son pocos tristemente, pero sólo quería el buen hombre, hábil en el manejo de la palabra, convencerme de la excelente calidad poética de sus libros (por cierto, reacio a cualquier innovación en su poesía, aunque con el rigor adecuado y la métrica correcta), y su deseo impaciente le daba un aire de parecer atacado por un retortijón mañanero, con lo que sólo le faltó hacer el pino filipino para rematar el número. Y después de más de una hora de charla (conversiada), bueno, por su parte casi monólogo, apetito insaciable de su “yo, yo, yo…”, y una echonería acelerada, me llevé la mano al infarto, porque una hormigueante impaciencia me comenzaba a resbalar por el cuerpo, y porque era evidente que si le continuaba escuchando con tanta indulgencia por mi parte aquel agobio de palabras, aquel “yo, yo, yo”, aquellos vehementes conocimientos (sabedor) sobre “su” poesía y sus correspondientes premios y honores, me asomaría el callado pero denunciante bostezo y, sobre todo, me iba a quitar las ganas de almorzar, cosa que me habría apenado mucho, pues soy una comelona impenitente.
No es nada nuevo encontrar por el mundo a personas teñidas de un “fascinante aire cultural”, con brillo oratorio pero incapaces de hacer un análisis serio sobre cualquier tema porque, lamentablemente, sudan de todo menos comunicación, y lo único que consiguen es una aparatosa y vacua espectacularidad por aquello de sólo mirarse “su” ombligo constantemente. Y en ese proceso de tendencia a incrementar, cada vez con más énfasis, sus reflexiones a todo lo que demuestre “su valía integral”, olvidan en esa ebriedad que la comunicación es algo distinto y que la palabra tiene para cada uno su tiempo, su espacio y su lugar. Yo he vivido muy de cerca a los vanidosos que defienden su terreno con poca inteligencia y puedo decir que he sobrevivido a la dura prueba sin romper mi equilibrio emocional, quizá porque la excesiva vanidad está en contradicción con mi norma de conducta y porque además no me dejo impresionar por fuegos artificiales ni tracas de ningún tipo e intento vivir una vida sencilla (sin aspirar a nada, ni ganar laureles como escritora ni recibir una boyante retribución por tantos años de servicio a la literatura), como los millones de seres humanos que habitamos el planeta tierra. De todos modos “un clavel no es un ramo”, y afortunadamente son pocos los que le exigen mucha dedicación y disciplina a la vanidad: una palabra y una actitud que forman casi la base de quien no está seguro de sí mismo. Ay, nuestra limitación humana…
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