Artículo publicado el martes, 22/09/2009, en el diario La Provincia/DLP

                                        DE TODO UN POCO
Donina Romero
                                          LA VERGÜENZA
         Esto que hoy voy a contarles, queridos lectores, sucedió hace muuuuchos años a la madre de una buena amiga mía (a pesar de nuestra diferencia de edad), una historia que podría ser lacrimógena dado el cúmulo de necesidades materiales en aquella familia en tiempos de la posguerra, pero que contado por su hija con ese estupendo combustible que es el sentido del humor, no se puede reprimir una carcajada al oírlo. En algún libro leí que las características personales son esos aspectos que hacen de la persona un individuo, y en este caso la madre de mi amiga fue un ser excepcional. Pues bien. Carmen (nombre ficticio), esta buena señora con siete hijos y un marido muerto en el campo de batalla, le daba continuidad a la vida de los suyos como buenamente podía pues la nómina del cónyuge y algunos trabajillos como costurera no le llegaban a final de mes, a pesar de que hacía malabarismos sin desperdiciar tiempo y energías y cuanto hiciera falta para sacar a la familia adelante, pero siempre con los bolsillos pelados de dinero (perras), como una pera al vino.
Ocurrió que un hermano de Carmen, alto y flaco (pírgano) a pesar de las raleras de vino y gofio que lo alimentaron de pipiolillo, se había enamorado de una sueca (machorra de buen porte) en Suecia y ya casados, y no pudiendo soportar por más tiempo los gélidos fríos de aquel país, decidió volverse a su tierra natal un par de años después de su matrimonio. Queriendo dar una alegría a su única hermana, se presentó inesperadamente en la humilde casa de ésta con su radiante esposa justo a la hora del almuerzo, lo que dejó a la pobre mujer mascando en seco pues de comida (manducatoria) sólo había caldo de papas con su correspondiente manojo de cilantro (pues poner carne semanalmente le salía más caro que un implante dental), más un jalado de gofio y de postre plátanos aplastados (escachados) con gofio y azúcar. La sueca, antes de almorzar, observó las cortinas del comedor (blancas y zurcidas por todas partes), y pasmada (asmada) y llena de curiosidad dijo a la sorprendida Carmen en su chapurreado español, “Oh, bonitous cortinas, ¿todou tela bordada a manou, nou?” Lo que dejó a la buena mujer más contenta que unas pascuas con aquel despiste, al tiempo que aprovechaba la ingenuidad e ignorancia de su sueca hermana política para hacerle creer, con vehemencia patriótica, que el caldo de papas y los plátanos con gofio que le ofrecía eran una comida muy apreciada en la isla, con lo que ante aquel audaz golpe oral, más el buen apetito de la nórdica que iba unido a la supina ignorancia sobre nuestra excelente gastronomía, quedó Carmen como una reina, además de merecedora de su amistad para siempre.
         Lo que nunca se imaginó Carmen fue que a lo largo de varios años e invitada por la sueca a comer en su casa por las fiestas del Pino, ésta no le pusiera núnca algún plato sueco o unos tollos compuestos o mojo con morena y le pusiera siempre el caldo de papas y los plátanos con gofio pues consideraba que a su cuñada canaria tenía que ofrecerle lo mejor de la gastronomía de la isla, lo que Carmen festejaba con sencillos y obligados elogios aunque ahíta (agita) de tanto comer lo mismo. Como a la canaria aquella insistencia (matraquilla) ya le estaba sentando como una insolación, y no pensaba pasarse el resto de su vida comiendo y sufriendo en cada invitación de la nórdica por el Día del Pino, y viendo que ya era un callejón sin salida, se decidió, por fin, con cierto miedo (chirgo) y ante la imperiosa necesidad de probar otros bocados, por confesar su verdad, aquel secreto tan íntimamente guardado, despertando las risas de la sueca quien, desde entonces, no volvió nunca jamás a ofrecerle tal comida. Y es que la vergüenza   -más antigua que la raña y una mosca cojonera que deja la personalidad a la deriva- es siempre la culpable de fastidiar (jeringar) a la sinceridad: una virtud que, a veces, si es excesiva, también nos deja ante los demás yéndonos a pique como el Valbanera. Ay, Señor, qué cosas…

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