Artículo publicado ayer, 29/09/2009, en el diario La Provincia/DLP

                                        DE TODO UN POCO
Donina Romero
                                        SABER PERDONAR
         En algún sitio leí que “el perdonar nos ahorra el gasto de la ira, el costo del odio y el desperdicio de la energía”. Y servidora creo que sí, que estar del lado del sentido común es importante para que no se nos turbe la paz, porque la acción de no perdonar puede acarrearnos fatales consecuencias ya que detrás de la arrogancia, del orgullo, del amor propio, se pueden crear turbulencias espirituales y psíquicas que no merece la pena sentir. Y no vale tratar de afectar indiferencia hacia la persona ofensora, la que ha infligido el agravio intencionadamente, porque siempre el dolor sumergido de la ofensa excavará el alma hasta salir a flote, y así el crecimiento y el desarrollo espiritual se frenarán o, lo que es peor, se disgregarán. Creo que todos alguna vez hemos perdonado sin más exigencias, y desde luego estoy convencida de que hay que pasar la aspiradora por los fallos humanos para poder perdonar, pero de igual modo también creo que hay que ser valiente -aunque los nervios estén a punto de orgullo o aflore la rabia- y atreverse, sin estallar agriamente, a enfrentarse al problema y al ofensor/a merecedor/a de la reprimenda, ponerle los puntos sobre las íes y aclarar el embrollo, el desaire o lo que sea, ya que guardar la ofensa es como tragarse una jirafa.
         Y es que lo que me parece injusto es que a la otra parte no se le reproche su actitud y vaya por la vida alegremente, como si le hubiera tocado el gordo de navidad. “Al pan, pan, y al vino, vino”, dicen por ahí. La indulgencia siempre es buena y, como dice un sacerdote amigo mío, “hay que saber perdonar las pequeñas ofensas de cada día, no vaya a ser que se conviertan en una grande”. Pero los problemas no se deshinchan hasta que salen de la boca, y si no se hace así terminarán molestando más que una faja apretada. Una amiga mía, madre de cinco hijos, me contaba que tenía una cuñada de mal carácter (mala tiempla) que soltaba palabras tan afiladas que podían perforar las piedras (faltona). Soltera, esta cuñada entrometida (novelera, goledora), y no por vocación, siempre tuvo tendencia a meterse en la vida de los demás (alegadora, alegantina), y desde luego la diplomacia no era su rasgo más importante. Con harta frecuencia, y sin frases subterráneas sino a bocajarro, se le escapaban imprudencias e indiscreciones sobre cómo educaba la hermana política a los cinco chiquillos mientras mi amiga, por no tener fricciones con la parienta, buscaba refugio en el silencio.
         Un día, harta ya de tantas impertinencias sobre el modo de criar a sus niños, le espetó con los ovarios por delante, respirando hondo (cogiendo resuello), en el mismo lenguaje y sin reducir la vehemencia (soliviantada), “¿y tú le vas a hablar de agua a Noé? ¡Si te mordieras la lengua te envenenarías, porque tú no eres quién para decirme lo que debo hacer con mis hijos!” La cuñada ofensora (afrentosa), ofendida (amulada), le contestó que había ido demasiado lejos (cuando la que iba siempre demasiado lejos era ella, que se metía donde no la llamaban). Y a partir de ahí pasaron años sin dirigirse la palabra la una a la otra. El carácter inflexible e intransigente de la soltera alpispa, con el corazón intoxicado de orgullo, y la obstinación de mi amiga, hicieron que nunca intentaran dar un solo paso para recuperar la amistad. Hasta que un día mi amiga, sin áspero tono pero envalentonada y con la palabra algo acelerada, le rogó que aceptara sus excusas, no sin antes aclarar los años que había tenido que soportar sus constantes gruñidos. La cuñada, confusa y desconcertada, y ya recobrado el uso de la palabra después de tamaña sorpresa, descargó, a punto de darle un desmayo (fatuto), su nerviosismo con una dicción deficiente, pero más blanda que un macarrón en agua hirviendo.
     Desde luego no recuperaron la amistad de antes, pero hoy se ven y simplemente se saludan. Y según mi amiga, ahora vive más tranquila y no con el peso del dolor (a pesar de haberla perdonado) del “tenía que haberle dicho…” Y es que creo que hay que saber perdonar y pedir perdón, pero aclarando situaciones, diciendo la palabra justa y en el momento exacto, porque es importante aligerar la carga de los pensamientos negativos y, si es posible, echarlos fuera para siempre. ¡Y rian pal Puerto! Amén.

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