Artículo publicado ayer, 02/02/20010, en el diario La Provincia/DLP


                                       DE TODO UN POCO
Donina Romero   
                        QUE MADRE NO HAY MÁS QUE UNA
…Y a ti te encontré en la calle”, reza el dicho. Refranes sobre las madres existen infinidades, pero a mi juicio creo que el más acertado es el que he señalado arriba. Recuerdo, y siendo aún muy joven, haber asistido con mi santo y virtuoso esposo, a la cena de un matrimonio amigo, donde los anfitriones (gente encantadora) comenzaron hablando sobre la invención de la imprenta (por poner un ejemplo) y acabaron nombrando a sus respectivas progenitoras, con tal intensidad en las palabras que hacía presagiar una tormenta con rayos y truenos, sólo porque en un momento débil y de confianza hacia los invitados, al marido se le ocurrió decir que “su suegra era una buena persona, pero que siempre había tenido una cierta tendencia a la imprudencia con respecto a la vida de los demás (novelera), que gritaba mucho (risquera con cloquío ordinario), que en su casa era la primera en la línea de mando y que el cetro de la autoridad no se lo dejaba arrebatar por nadie, y menos por su esposo (el pariente), a quien tenía dominado”, más o menos.
Y aquello para la, hasta ese momento, amable y correcta anfitriona fue como recibir una descarga eléctrica en el pecho, mientras las lágrimas tamaño perlas del Caribe (como chochos) que resbalaban por sus pálidas mejillas (cachetes desaboríos) fueron al principio el signo más claro de su sentimiento de dolor y de amor hacia su madre, hasta que metida de lleno en la trinchera de la ofensa saltó como una gota de agua en aceite hirviendo (revirada como una panchona) hacia su hiriente (faltón) marido, nombrando rápidamente y en lo que el diablo se frota un ojo a su madre política (que igual estaría la pobre acostadita en su cama oyendo en la radio la novela “Simplemente María” o rezando el último misterio del rosario), comentándole al desconcertado cónyuge, con descaro y con los ovarios por delante, que su suegra “sí que era más desagradable que hacer una autopsia, y sí que tenía una voz chillona (de pito o de pájaro chirringo) y con aspecto de campesina (campurria o maúra)”, más o menos.
Así es que aquella cena que parecía que iba a quedar en una noche animada, lo fue, efectivamente, pero resultando un problema de fuegos artificiales, no con riesgos físicos pero sí verbales, porque la bronca (pleito) parecía decidida a tener consecuencias y no precisamente buenas, dadas las bofetadas (cachetones) sin manos entre ambos dos. A Dios gracias, y superado mi asombro, calmé o al menos lo intenté, la situación contando un chiste (sin falsas modestias, tengo fama de ser buena “chistera”, y me lo creo, la verdad, porque tengo facilidad para contarlos) que hizo que no se crucificara más aquella desagradable conversación. Y así, poco a poco (al golpito), hice de infusión de tila para aquel matrimonio que se quería sinceramente (doy fe) pero que, cada uno por su lado, no tenía química alguna con sus respectivas suegras.
Desde ahí aprendí que el mal fruto de una discusión de pareja empieza por mencionar a las madres de ambos y que no debemos tocarlas, porque para cada hijo/a su madre es sagrada, vale un mundo y más, y que el calor de una madre no lo da una estufa porque toda ella es amor, y esto no lo vamos a descubrir ahora como Cristóbal Colón el Nuevo Mundo. Dicen que los más callados suelen ser los más listos, y desde luego mi mártir, mi santo, mi beatífico esposo me lo ha demostrado a lo largo de nuestra vida matrimonial, porque jamás de los jamases le salió una burbuja de mal humor (mala leche, mala uva) hacia mi venerada madre, quizá recordando aquella cena o, simplemente, porque sabe que “madre no hay más que una y que a él lo encontré un día en la calle”. Ni más menos. Faltaría más.

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