Artículo publicado ayer, 14/09/2010, en el diario La Provincia/DLP


                                         DE TODO UN POCO
Donina Romero              
                                     “COGER LA CAMELLA”
Imagino que así como las alegrías quitan años de encima, los sustos deterioran un poco el cerebro. Y viene esto a cuento porque un amigo de mi hijo que navegaba por el mismo mar de la soltería, se casó hace poco firmemente decidido porque escuchó, por fin, a su corazón y además se le estaba pasando el arroz, con lo que salió del hogar paterno después de treinta y siete años de tenacidad viviendo placenteramente, reservando sus finanzas, con techo, comida, ropa lavada y planchada gratis y el cálido amor de sus padres como bienhechores rayos solares. Así es que lo lógico era que no quisiese irse de allí ni echándole con aceite hirviendo. A la novia -ahora esposa- le ocurría otro tanto de lo mismo hasta que, ya casados, se fueron a vivir a su pisito donde todo estaba a estrenar y tan perfecto como un potaje de jaramagos en su punto exacto.
         Abandonados a su suerte comenzaron a distribuirse las labores del hogar con alguna que otra turbulencia por ambas partes, pues, desorientados en estas faenas, él acentuaba su machismo, sacaba el malcriado que llevaba dentro y ella, más quejica que una gata pariendo, no afrontaba con valentía sus fracasos culinarios. Así es que toda aquella pella de problemas les parecía más complicado que eliminar una mancha de membrillo en un mantel de encajes, mientras las crisis de mal humor comenzaban a durar demasiado. Y decididos a poner orden en aquella purriada  de confusos sentimientos, a no echarle la culpa a los carajillos que se tomaban a lo largo del día y no deseando hacer más apuestas en aquellas batallas dialécticas que los encerraba en sus trece, se animaron a poner fin a lo que parecía iba a ser peor que una travesía por el desierto sin agua en la cantimplora, y sin ayuda psicológica se fijaron un objetivo: volver al cordón umbilical, irse del hogar (arrancar la penca) al hogar paterno de cada uno con la condición de que cada día, al ponerse el sol, acudirían al punto de encuentro: su nidito de amor. 
         Los padres de ambos, al verlos de nuevo en casa, quedaron con los ojos más que abiertos (como antoñitos en hielo), los pies clavados en el suelo y agarrados inmediatamente a la estantería de los santos (creo que tal visión fue tan impresionable como entrar de noche en un cementerio), pues aquella decisión de sus hijos les pareció más alarmante que una sirena de policía, pero como buenos y resignados padres les ofrecieron el clima de seguridad y afectividad que habían tenido siempre.
         Ya instalado cada uno en su particular hotel de cinco estrellas, comenzaron de nuevo a asaltar la nevera, apropiarse del mejor sillón de la tele y a no desperdiciar ningún momento de bienestar. Y ahí están aún abusando (cogiendo la camella), llevándose ambos estupendamente, sin ataques de genio, estofados de contento, viéndose por las noches en su nidito de amor como recién salidos de unos ejercicios espirituales, nadando en la abundancia porque no vean lo que ahorran así, a gusto y relajados como si oyeran música de violines, engullendo las deliciosas comidas de las maravillosas mamás (alguien en el Cielo las protege) y tan seguros como un recién nacido en los amorosos brazos de su progenitora. Y es que el cordón umbilical siempre ha sido y será la llave que resuelve situaciones desesperadas. Ay, Señor, qué cosas…

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