Artículo publicado el 26/06/2007 en el diario La Provincia/DL


                           DE TODO UN POCO

Donina Romero

                                  EL D.N.I.

Dice el tango de Gardel “que veinte años no es nada…”, pero yo le digo al tango que veinte años es mucho y que no es lo mismo tener treinta años (que es como un agua de colonia de verano) que cincuenta, sesenta o más (que ya es agua de colonia caducada), porque las goteras hacen su aparición como un desfile de soldaditos de plomo: reteniendo líquidos, ensanchando los huesos, dejando calvo a más de uno y con algo de barriguita a casi todos, dejándonos de herencia un apetito desmesurado, prótesis dentales más grandes que un viaducto a unos cuantos, y a veces insomnios que para qué te cuento…, juanetes dolorosos a algunos, colesterol malo a todos, la memoria en el guindo a muchos, próstata sorprendida, arrugas a montones (a fuleque en canario) a casi todos (aunque de esto hasta ahora me he librado), resignada vejez…, y lo peor es que sin esperanzas de mejorar, que ya lo dice el tango “adiós, muchachos”: “ya me voy y me resigno,/contra el destino nadie batalla…” Y qué empeño -digo yo- tiene la naturaleza en torturarnos el cuerpo, porque cuando tanto trabajito nos ha costado ser personas, superar los tremendos oleajes de la vida, la lucha por alcanzar nuestras metas (sean las que sean), educar a los hijos, sacar adelante la economía del hogar, etcétera, y todos nutridos de salud y esperanzas, de pronto un día y casi sin darnos cuenta, vamos a renovarnos el carné de identidad y vemos con asombro y con una verdad sin boquete, que nos ha caído una tromba de años encima como una deflagración de nuestro cuerpo, y que ya somos un pretérito sellado en el carné en el que reconocemos que estamos más antiguos que las pirámides. Pero todos nosotros nos sentimos interiormente como si tuviéramos veinte años, aunque los hombres, acobardados, (atorrados en c.) saquen pecho y metan barriga y a nosotras las mujeres el rimmel ya no nos haga el mismo efecto en las pestañas y, a ambos sexos, en las mejillas, se nos haya esfumado el rosa-alegría de la juventud, pero todos rodeados de un tierno clima de complicidad con respecto a nuestro ya no mostrable documento nacional de identidad. Y es que con la renovación del mismo, en un principio nos quedamos atontados (abatatados en c.), creemos que somos víctimas de alucinaciones y que los funcionarios se han confundido al consignar la fecha que casi miramos de reojo (refilón o raspafilón en c.), con lo que convocamos a la memoria con precipitación y cierta resistencia a creerlo, pero la tal memoria soluciona el desconcierto rápidamente mostrándonos de inmediato su facultad especial para estas cosas y recordándonos como una aguafiestas que sí, que aunque nos repugne como el aceite de hígado de bacalao o nos espolee la rabia, las cosas son como son y que la fecha en el carné es lo que hemos vivido y punto. Y ahí estamos con el ánimo de plomo, intentando que nadie husmee en la intimidad de nuestros datos personales. Algunas/os hay con cierta desfachatez y un talante rebelde que llegan a quitarse hasta seis y siete años de un plumazo (tengo una amiga, compañera de estudios de mi infancia y adolescencia, que se ha quitado tantos años que casi soy su abuela). Y lo comprendo, porque es que cuando miramos nuestra edad en el carné nos parece algo tan tremendo como cargarnos al suelo un expositor de objetos de regalos del Corte inglés, e instintivamente evitamos que quienes se hallan a nuestro lado lean la fecha, aunque estemos todos implicados en la “epidemia” (andancio en c.). De todos modos yo siempre digo que la edad está en cómo se siente uno, y si nuestro D.N.I. lo digerimos sin nostalgias, puede resultarnos incluso como un beso de chocolate. Que tengan un buen día.

 

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