Artículo publicado hoy martes, 04/03/2014, en el diario La Provincia/DLP


DE TODO UN POCO

Donina Romero

CUANDO QUISE SER MONJA

Tengo guardado en la memoria un recuerdo que se niega a envejecer y menos aún a desaparecer de las dalias de mi juventud. Tenía servidora 17 años y la vida para mí era un nido de azúcar. Como casi todo el mundo, albergaba dudas para elegir mi futuro que andaba entre ser madre, escultora, actriz de cine y teatro (dado mis humildes dotes artísticas desde mi infancia) o mis desmesuradas inquietudes religiosas (siempre Dios en mi corazón, hasta hoy). La casa de mis padres estuvo siempre visitada por curas, frailes y monjas (casi todos familia nuestra) dado el carácter religioso de mis progenitores (a mi padre sólo le quedaban dos años para acabar el sacerdocio, pero se enamoró de mi madre y colgó la sotana). Uno de los frailes amigos y no pariente que nos visitaba era el padre Luis (de la iglesia de los padres franciscanos, en la calle Perdomo de nuestra ciudad), quien conociendo mi inquietud de ser monja pero temerosa de que mis progenitores tuviesen conocimiento de mi deseo (extraño, pero para sus hijos no lo deseaban), me animó a ello buscando en secreto un convento en Ávila.

Inconsciente, dada mis ansias, acepté tal locura y quedé con el padre Luis que tal día me recogería y me llevaría al aeropuerto rumbo a Ávila, pues ya él lo había arreglado todo allá, y cuando yo estuviera lejos de mi hogar arreglaría los gastos con los autores de mis días.

Faltando un par de semanas para recogerme, me entró pánico y un fuerte remordimiento, y con un desgarro en el pecho me negué entre gemidos porque pensé que aquella huída sería un amurco de toro para mis padres. Como comer una naranja amarga gajo a gajo fueron los siguientes primeros años de mi renuncia, pero el destino cruzó en mi camino a mi alemán, santo y maravilloso marido, y terminé logrando una de mis aspiraciones juveniles: ser madre y esposa, lo mejor que me pudo pasar. Pero hoy pienso en la insensatez de aquel fraile (que pudo convencer a mis padres de mi vocación, sin clandestinidad), a quien no le importó su irresponsable acción ni el disgusto a una familia. Y hoy, todavía en la sangre, me camina la angustia de un acto que, por lo que se ve, no era mi destino. Y es que, a veces, hay consejos que se podrían considerar peligrosos, a pesar del afecto que se les ponga, pues lo único que acarrean son latidos que destilan disgustos para toda una familia. Creo que es mejor enfrentarse solo y con ímpetu a las olas de la vida y que la jauría de lamentos por el fracaso o la alegría del acierto sean exclusivamente de quien mira al horizonte anhelando algo que vive en sus arterias y que guarda en lo más profundo de su corazón. Ay, Señor, qué cosas…

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