Artículo publicado ayer en el diario La Provincia/DLP


                                      DE TODO UN POCO
Donina Romero
                                MI  PRIMERA  COMUNIÓN
                                             (la  “magua”)     
         Hoy deseo dedicarle este artículo a mi linda, cariñosa y queridísima nieta Carlota Benítez de Lugo Kaehler (Loyna para mí), que hace su Primera Comunión el próximo día 3 de mayo. (Besos, mi amor, y que seas muy feliz).
         Alguien dijo que “es más fácil matar un cuerpo que un recuerdo”, y servidora de ustedes, nostálgica de nacimiento y con este punto de vista femenino que tengo de la vida y de las cosas, a veces, de pronto, me dejo arrastrar por estos latidos de mi corazón y rescato de mi memoria una cadena de sucesos que ocurrieron en mi infancia y en mi adolescencia, lo cual me produce vivir de alguna manera aquellos tiempos. Ordenando hace poco fotografías de la época de mi inocente niñez, tropecé con una de mi primera comunión, ampliadísima, que mi santa madre luego mandó a colorear, porque en aquel entonces no había aparecido la foto en color. No hice mi primera comunión con mis compañeras de colegio teresiano porque mi madre quiso matar dos pájaros de un tiro, y decidió que la haría junto a mi hermano Paco, así es que fue una ceremonia y  celebración muy particular pero muy emotiva, al menos para mí.  Tenía entonces servidora de ustedes ocho añitos y una hermosa melena de pelo lacio como una escoba, pero a mi progenitora, para tal ocasión, no se le ocurrió mejor idea que llevarme al peluquero a que me la cortara y además me hiciera un moldeado lucido (permanente rabiosa se decía entonces) porque era lo que se llevaba en ese momento, y además a ella siempre le habían gustado las melenas onduladas, aunque conmigo se pasó tres pueblos. El largo vestido de mi primera comunión, que seguro que le había salido más caro que una cabina de hidromasaje, era de un precioso organdí blanco y lleno de volantitos con orillas de puntillas que iban desde el pie de la falda hasta mitad del pecho. Me tocaba el cabello con un largo velo de tul, que formaba una diadema plisada, que caía hacia la espalda. Los guantes blancos, confeccionados por mi madre a croché (ganchillo o barbilla), en mis pequeñas manos, atrapaban un rosario y un misal -ambos de nácar-, mientras cadena y medallita de oro colgaban sobre mi pecho que latía con frenesí porque me creía una princesita de cuentos de hadas.
         Y así fuimos al estudio fotográfico, y allí me sentaron colocándome el vestido como a una novia la cola de su traje. Mi hermano Paco, con pinta de noruego por lo rubio y fino como el cordón de una cortina, quedaba de pie, a mi lado, también de primera comunión, con su hermoso traje gris de pantalón corto, chaqueta con unas solapas como alas de gaviota y con más galones que una mercería, zapatos de charol negros, guantes blancos, rosario y misal también de nácar, más un enorme lazo blanco en el cuello con el que parecía que iba a volar pues era más grande que él, y ambos dos con la ingenuidad de Bamby, poniendo un semblante de esos que se ponen para la posteridad: de angelitos que nunca han roto un plato. Ah, la linda bolsita que me colgaba de la mano, servía para visitar a los amigos de mis padres y, para después de entregarles las estampitas ribeteadas de dorado, “recoger las monedas” que amablemente nos regalaban por día tan señalado. Y al siguiente día, mi santa madre mandó a cortar el vestido de mis sueños para hacerlo traje de domingo, entre otros, pues en época de posguerra no estábamos para arrinconar nada.
         Recuerdo que ante lo que me pareció un dislate casi me dieron las fiebres de Malta del disgusto, porque quedé como Santa Teresa, “en un sin vivir en mí” y casi en estado de schock, aunque de noche, al borde del llanto y cuando todos dormían, lo sacaba del armario y lo metía en mi cama, acurrucándolo contra mi cuerpo con la emoción arribada a mis venas, acariciándole los volantes y tocando la textura de la tela, pues el amor que sentí por mi amado vestidito de primera comunión fue, después de cortado, como el de Tristán e Isolda. O sea, que el desconsuelo (magua) y el desconcierto fueron algo así como quien te hace un regalo y luego te lo quita porque se arrepiente. Aunque tampoco estuvo mal la experiencia pues como oí en una película, “lo dulce no es tan dulce si no existe lo amargo”. Que tengan un buen día.      

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