Artículo publicado ayer en el diario La Provincia/DLP
DE TODO UN POCO
Donina Romero
APRENDIENDO A NADAR
Afortunadamente tengo una colección de buenos amigos que necesito y me necesitan, y ahora que comienza el verano recuerdo lo que me ocurrió en el anterior, y a una amiga de mi edad que no sabía nadar (haberlas haylas) y que me pidió que la enseñara aunque sólo fuese a flotar, pues se le presentaba un crucero por los fiordos noruegos y le aterrorizaba la idea de que el barco se hundiera y no pudiera llegar a entrar en el libro Guinnes de los Records como la mujer más anciana del mundo. Tomándome este favor con un interés especial, dispuse de una hora diaria para ella en la playa de Las Canteras, así es que comenzamos las clases con cierta precipitación por su parte, ya que de entrada quería margullar (tapándose la nariz, claro), a lo que yo me negué pues creo que no se debe poner el parche antes de que salga el grano.
Mis explicaciones sobre natación, además de aburrirla, le sonaban como si le hablara en arameo, mientras su cerebro rechazaba la disciplina que yo le imponía porque siempre ha sentido alergia a este tipo de “sacrificios”. Así es que comenzamos con el “sopita y pon, en esta olita me caigo yo”, cogidas de las manos (me las trincaba hasta hacerme pupa y con una resistencia que no sabía vencer), con el agua a la cintura (a ella, porque es mucho más bajita que yo), y la pobre más tiesa que el edificio de nuestro Ayuntamiento, pues hasta ese momento sólo se había sentado en la orilla remojando sus reales posaderas y salpicándose el cuerpo con las manos, ya que le tenía más miedo al mar que a un río infestado de cocodrilos. Mientras servidora, controlando la situación con dificultad, la enseñaba a hacer el Cristo, los nervios la traicionaban, le entraba la risa floja y se hundía agarrada a mí como con cinta de velcro y con los ojos abiertos como chopas de vivero.
Enseñarla, al principio, me pareció divertido, pero a medida que pasaban las semanas, que el avance era mínimo y que comencé a pensar que mi amiga no tenía la claridad mental muy pronunciada, se me fueron atravesando las clases como espina de cherne, y haciéndose tan pesado como deshacer una maleta y colocarla en el armario después del viaje, pues estaba trabada (atrabancada) con el “sopita y pon…” y harta (hasta la coronilla) de tanto “pon” y tanta “sopita”. Así es que un día, bajo el intenso flujo sanguíneo de mi cerebro, sin pedirle prestada la confianza y recordando aquello de que “las grandes decisiones hay que tomarlas con rapidez”, la solté donde no hacía pie haciéndole ver que la abandonaba a su suerte, con lo que se quedó mascando en seco. El susto, unido a su protesta (rezongo), le aumentó la frecuencia cardiaca tan rápidamente, que salió del margullo como un volador hacia el cielo, nadando tan sorprendentemente hasta mí (como un perrito aturrullado, pero nadó) que ya servidora de ustedes, apartando mi escepticismo inicial transformado en ese momento en un estado de asombro, irradiaba toda yo más luz que un foco halógeno viendo aquel prodigioso adelanto. Mi amiga, que siempre fue un poco arisca (erizo cachero) para las demostraciones afectivas, porque tiene el carácter agrio como el agua de San Roque, me dio tal abrazo de alegría que me dejó casi sin conocimiento (tino) y con poca respiración. Ni que decir tiene que el triunfo me supo a ganadora de partido de canasta, y sin falsas modestias a ser merecedora de una medalla más grande que la tapa de un caldero, y más aún cuando desde Noruega recibí una tarjeta postal, con los hermosos fiordos y un barco de fondo, donde me decía, “aunque se vaya a pique, no pediré ayuda”. Y firmaba, “Esther Williams”. No me gusta que me echen incienso cuando no me lo merezco, pero en este caso su agradecimiento, saberla en Noruega y que ante un hundimiento pudiera flotar…, me produjo esa noche un sueño reparador y profundo como nunca. Ay, Señor, qué cosas…
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