Artículo publicado el 16/09/2008 en el diario La Provincia/DLP
DE TODO UN POCO
Donina Romero
LA VIRGINIDAD
Cuando servidora era más virgen que el aceite de oliva idem, se llevaba moralmente ser para el futuro marido un solomillo en salsa de tuétano para la noche de bodas, y desde luego impensable ir de penalty a la iglesia pues la sociedad, en una humillación pública con el boca a boca, les contaba los meses y aunque el matrimonio jurara y perjurara que el recién nacido era sietemesino nadie les creía, y se les miraba como salidos de la moral y las buenas costumbres, y sobre todo a ella con truco para trincar esposo. Y es que aquella ilusión virginal del matrimonio, para nosotras las mujeres, fue más bonita que un sábana con bodoques y embozo de vainica doble, y para ellos mejor que un flan de chocolate y nueces pues ya se sabe que al hombre, sean como sean los tiempos ahora, el misterio de una mocita virgen para su noche de bodas también les resultaba tan bonito como la sonrisa de un bebé, después de un devastador efecto en su organismo durante el noviazgo por la prohibición moral y social de que “antes no y después sí”, o sea, aguantar los deseos amorosos con tanta paciencia como la de montar a mano claras de huevo a punto de nieve para merengues. Y dale con las comparaciones. Pero, en fin, hoy tengo el día de comparar subido y me temo que no lo voy a poder evitar aunque me relajara tumbada en una chaise longue.
Curiosamente (y lo demuestran las estadísticas) para estos adelantados de su época, el matrimonio desmejoró sus relaciones y fue peor que la chabascada de un perro en una canilla, dejándoles el corazón más raspado que una piedra pómez, mientras que los otros, los del “antes no y después sí”, continuaban con su relación felices y frescos como una cortina con detalles marinos porque, entre otras cosas, creíamos a pie juntillas lo que nuestras santas madres con autoridad nos amonestaban: “no hay almohada más blanda que una conciencia limpia”. ¿? Y es que no es lo mismo Angulo que ángulo, o sea, la ilusión y el amor por los senderos de lo correcto en la sociedad y en las modas que toca vivir que transgredirlos. Supongo que al leer esto los jóvenes de hoy pensarán que soy una antigualla defensora acérrima de la virginidad hasta llegar al altar, y seguramente tendrán razón, pero qué quieren que les diga, a servidora, como al noventa por ciento de mi generación y aunque nos apeteciera una canita al aire con el noviete como unos bizcochos lustrados de Moya o unas rapaduras de La Palma, no nos supuso guardar la virginidad (que la protegíamos como la masilla las ranuras de las ventanas), hasta llegar al matrimonio, algo tan pesado como los anuncios para acabar con la celulitis, ni nos salió acné ni nos disminuyó la luminosidad juvenil ni fue más difícil que un armario compartido, porque para las parejas de entonces era más importante el contenido que el envase y así el noviazgo se deslizaba como una puerta corredera bien engrasada.
Las parejas que ya tenemos la tapicería envejecida y ya no nos arreglan ni unas fundas ni un retapizado, estoy segura de que continuamos pensando que volveríamos a hacer lo mismo, pues aunque se diga que “nada es verdad, nada es mentira, todo depende del cristal con que se mira” y hoy la juventud lo tenga todo más fácil y permisible, para las “cursis” llegar al altar como nuestras madres nos trajeron al mundo fue hermoso y más relajante que una bañera de hidromasaje, pues para nosotras (ellos pensaban igual) que el novio “se comiera el pastel antes de la boda” era, además de inmoral y escandaloso, tan desilusionante como verte las primeras canas. Quizá influyó en ello otro tipo de educación y rezar desde pequeñitas “cuatro esquinitas tiene mi cama…”, “Jesús, José y María…” Que tengan un buen día.
Página consultada 711 veces