Artículo publicado hoy, 02/12/2008, en el diario La Provincia/DLP


                           DE TODO UN POCO

Donina Romero

                           ESCARRANCHARSE

Cuando servidora de ustedes era niña (y ya ha llovido), luego adolescente y más tarde joven, pasaba mis veraneos de un mes en la Villa sureña de Agüimes y otro mes en la playa de Arinaga porque mis añorados padres tenían casa en ambos sitios, y donde tantos recuerdos conservo de los mismos. Uno de esos recuerdos, que aún guardo fresco en mi memoria, me marcó profundamente y redobló mi atención para siempre de cómo debe sentarse una mujer. Y aunque parezca esto que les voy a contar un asunto baladí, les aseguro que no es tal a pesar de lo fuerte de la historia. Tendría servidora de ustedes unos quince años y una necesidad más imperiosa que la sed o el hambre de divertirme y gozar de la vida, pero sin eludir mis responsabilidades de estudiante y buena cristiana cumplidora de la dominical misa, que jamás y hasta hoy me he saltado. Era agosto y el calor (solajero) caía tan duro como un ataque de asma. En el primer banco de la iglesia de Arinaga, cuatro señoras orondas, bien despachadas de delantera y campechanas escuchaban la misa cómodamente sentadas.

El cura, aparrado de estatura y con cara de indio cheroqui, se dirigía a sus feligreses hablándonos del pecado con tanta reiteración (guineo, matraquilla) que ya mareaba como una escalera de caracol. Las cuatro mujeres, impávidas, de brazos cruzados, con las piernas descuidadamente abiertas y viéndoseles por los bajos hasta el botón de sus blusas, aprovechaban el airito que les entraba “por ahí” desde una ventana lateral que, abierta de par en par, hacía las delicias de los primeros bancos. Hablaba el párroco del mundo de la carne y de los espíritus cautivos en esa tela de araña, y de aquellos pecadores que tentaban con su cuerpo evitando el desarrollo espiritual de su prójimo… y todo ello con tanta insistencia como el cacareo de una gallina.

Su vivo temperamento fue acentuándosele aún más cada vez que echaba una ligera ojeada a las piernas, exageradamente abiertas, de aquellas tranquilonas y mal sentadas mujeres. El rostro del sacerdote se estaba poniendo más feo que la culpa, y de pronto olfateé que le estaba entrando un ataque de genio, mientras veía con inquietud que en el fervor de su vehemente oratoria los nervios le iban a jugar una mala pasada. Como así fue. Con aquel dichoso día más caluroso del año que ya se metía en la sangre de todos los parroquianos, pero sobre todo por los poros de la sotana del cura, empapado éste en sudores espesos y molesto como un picón en un zapato, miró fijamente y sin atisbo fraternal o paternal a las cuatro mujeres que andaban felices con el fresquito que se les metía cuerpo adentro, como quien se tumba a descansar en una “chaise longue”, y de pronto, en un grito de nerviosismo (calentura), como el de Tarzán de los monos trasladándose en lianas y con el conocimiento obstruido, el cura les espetó arisco (erizo cachero), haciendo más ruido que gallinas en una granja y arriesgándose como lavar un buen edredón de plumas en casa, “¡porque pecado es el que están cometiendo estas cuatro mujeres del primer banco, que se sientan ante el altar escarranchadas, sin pudor!” Las cuatro, de un golpe, cerraron (trincaron) las piernas, aunque con caras de darles una fatiga (soponcio) por el bochorno, al tiempo que tosían como si un trozo (cacho) de pan bizcochado de matalaúva se les hubiera ido por el camino viejo.

Ni que decir tiene que aquel pronto del vehemente párroco les resultó a algunos feligreses algo tan divertido como los cochitos de choques, pero imagino que a los santos y mártires maridos de las susodichas “escarranchadas”, se les puso un nudo de corbata en la garganta ante tamaña llamada de atención a sus amantísimas panchonas parientas. Y qué quieren que les diga, desde ese momento servidora de ustedes, que creo sin falsas modestias que siempre me senté bien, por miedo (chirgo) procuro hacerlo aún mejor, no sea que me aparezca por alguna esquina algún cura con sotana que dirija sus ojos a mis piernas, proyecte en mí su enfado y me deje callada como un tuno y sin anestesia. Faltaría más.

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