DE TODO UN POCO

Donina Romero   

                                                      CHAFALMEJAS

                                               (“chaflameja” en canario)

     Nos dice el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española que “chafalmejas” (y no “chaflameja”, como decimos los canarios) es un pintamonas, un desconsiderado, un tipo que se atreve a todo con tal de conseguir sus própositos, etcétera. Y para nosotros, los canarios, este calificativo tiene muchas connotaciones, pero todas llegan a un mismo punto, o sea, que el “chaflameja”es alguien que por sus actitudes nos interesa menos que un estuche con accesorios para barbacoas (asaderos).  El “chafalmejas”, normalmente de inteligencia tupida, también intenta aparentar ser divertido como un jacuzzi para cuatro personas para ganarse al personal, y al no ser escuchado por nadie, porque es más falso que una cenefa adhesiva, acaba tan solo como una lavadora en el desierto. Y es que al ser tan problemático, no es raro que ande solitario por el mundo y buscando un palo de gallinero donde encaramarse para así observar a quien clavarle los aguijones del engaño, e incluso robarle a más de uno, si puede y sin un punto de misericordia, mientras le aflora una sonrisa en las comisuras de sus labios.

     Este tipo de individuos, imprudente a la hora de hablar y que se escaquea en almuerzos y cenas para no pagar, se monta un mundo familiar inexistente pero tan interesante como una feria de antigüedades, vive en la mentira, y si puede quedarse con lo tuyo, se lo queda, etcétera. O sea, que se cree una rosa cuando es un ajo. Bien. Pues ahí andaba servidora, este pasado verano, en la agradable sobremesa en la terraza de la casa de mi hija Donina, en Pasito Blanco, comentando algo de un conocido “chafalmejas”, mientras a un lado, y pareciéndome desinteresado de la conversación, se encontraba mi simpático nieto Pablo, de siete añitos y pico de oro, que jugaba con un muñeco “spiderman” al que le faltaba un brazo pero que mi Pablo, habilidoso donde los haya, lo resolvió moldeando otro brazo con chicle, “¡y rian p’al puerto!” Así es que mi nieto, un Fittipaldi en la velocidad de sus pensamientos, me observa detenidamente y tras unos segundos de reflexión sale disparado del lugar como la nave espacial Columbia, trayendo de inmediato un estuche de lápices de colores y rotuladores más un pequeño neceser transparente con gomas de borrar, regla y afiladores, escribiendo sobre los mismos y con tinta roja, “no prestar más a Eduardito (nombre ficticio). Es un chaflameja”.

     Tensa como un lifting y petrificada por el susto, que me angustió como el anuncio de un ciclón, quedé preocupada y arrepentida por haber hecho tal comentario delante de un niño, intentando por todos los medios disuadirlo para que borrase aquella declaración de guerra hacia el compañero, persuadiéndolo y corroborando una y mil veces que no era un “chaflameja”. Pero Pablo, creyendo que lo que le decía era una bobería redomada, me afirmó su decisión con una sonrisa y emitiendo su opinión con un,”sí, pero lleva camino, porque ya es la segunda  vez que se queda con mis cosas, me debe una moneda de diez céntimos, y por ahí se empieza, abuelita…”

     Y es que hablar delante de un niño, que nos parecen todos tan angelicales como el azul diurno del cielo, nos puede acarrear malas jugadas, dejarnos más blancos que un folio y que nos descienda rápidamente la presión arterial, pues aunque le sigamos contando el cuento de Caperucita Roja y el lobo, él sabe que Caperucita fue una tonta (toleta) que se dejó comer por hacer demasiadas preguntas, pudiendo haber ganado tiempo escondiéndose en la cocina con siete cerrojos (fechaduras).

     Sí señor, los niños de hoy ya no son los niños de ayer y les ronronea un sexto sentido que manifiestan sin pudor porque, ya se sabe, los niños y los borrachos son los únicos que dicen las verdades. “Elemental, querido Watson”.