Artículo publicado hoy, 06/01/2009, en el diario La Provincia/DLP

DE TODO UN POCO

Donina Romero

¿FALDA O PANTALÓN?

Desde luego que no es lo mismo un vinagre con sabor a vino, que un vino con sabor a vinagre. Y viene a cuento este quilo y cuarto de pensamiento, que me levanta dolor de cabeza, cuando veo por las streets de nuestra ciudad mujeres de todas las edades: adolescentes (chiquillajes), jóvenes (pipiolillas), de mediana edad (maduronas), y muy mayores (carracas del puerto), todas con pantalones como si nuestra querida City hubiera sido invadida por un desembarco de marines. ¿Qué ha pasado con la falda, tan femenina ella, que siempre fue la beneficiaria de las miradas varoniles y que parecía que iba a aguantar el paso del tiempo como una madera bien tratada? A la falda, desde que apareció en la vida de la mujer, le creció su fama tan rápidamente como una planta bien abonada, alterando con evidencias la naturaleza masculina (machorros) a la vista de piernas bien torneadas y tobillos finos como una tela de organdí, porque les gustaban más que el hígado en adobo (carajacas).

Aquello entre los hombres fue más interesante que la feria del mueble, porque a su vista cada par de piernas era única y singular desde que hacía su aparición bajo las sinuosas faldas. ¡Y qué decir (¡no le digo nada, usté!) de la famosa minifalda, que tentó a los hombres tanto como acercarse a una pastelería! Cuando una muchachita de buen ver pasaba con su minifalda (sobre todo algunas chiquitas descaradas, atrevidas y relajonas) demasiado corta por delante de un edificio en construcción, eran tantos los albañiles, contratista y maestro de obras que se asomaban (alongaban) a ver y silbar, que aquello parecía una invitación general por radio. Añado que siempre estas señoritas desvergonzadas (cabras, descocadas) arribaron a puerto seguro, y nunca les ocurrió nada peligroso por ir de reinonas enseñando las cosas sagradas que (antes) se guardaban para la noche de bodas.

Pero yendo al cogollo del meollo. La falda plisada y sin plisar, con tablas o sin tablas, estrecha estilo tubo o ancha como una carpa de circo, fue la alegría de moros y cristianos que quedaban en un éxtasis de felicidad y sin sospechar que en algún momento, con la llegada del pantalón las faldas quedarían desborrifadas como un queso tierno. Pero, ¡amargos chochos…!, hete aquí y sin previo aviso, que con la aparición de los pantalones los hombres quedaron atribulados y helados como agua de pozo, pues tal presencia les resultó peor que una sopa con agua de fregar, y no eran capaces de entender aquella situación que les supuso un hondo disgusto a medida que pasaba el tiempo y a la destronada falda ya le era tan imposible volver como intentar tener el mar en nuestra casa. Y ahí están los hombres de hoy, resoplando como si una embozada de gofio en polvo se les hubiera ido por el gallillo viejo, encogidos (enguirrados) como en un letargo invernal, fastidiados (jeringados),con aspecto más triste que un luto por una madre porque ya no les asoma la sonrisa por la comisura de los labios, con la mirada muriendo (abicando) y el volador mojado, dando resoplidos de rabia y consolándose con esos escotes de vergüenza y de vértigo que pasean por nuestras calles, sin darse cuenta (ellas) de que al hombre le gusta más unas piernas al sol y morenitas como la algarroba, que un escote (descote) mostrándolo todo (lo que es la ignorancia, caballero), porque el misterio es el dueño de nuestros sueños y siempre es más bello imaginar…, porque sin imaginación se desvanece todo lentamente como una puesta de sol. Ay, triste vida, muerte incierta, qué nostalgia por la falda… Qué pena, penita, pena…

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