Artículo publicado hoy, 13/01/2009, en el diario La Provincia/DL

DE TODO UN POCO

Donina Romero

CIERTO TIPO DE GENTE

Matar a un mosquito no es asesinarlo, aunque la posterior visión espachurrada del enemigo declarado me produzca el tierno deseo de ofrecerle un cortejo fúnebre al pobrecillo, y al tiempo una leve sonrisa asome a la comisura de mis labios pensando que mi seguridad ya no corre peligro. Pero es que así ocurre con cierto tipo de gente aprovechada, y servidora, ingenua como casi el resto de los mortales, caí en la trampa sin sospechar en la ingratitud de la persona socorrida por mí, mientras ella se ha quedado hasta hoy inalterable como el aluminio o el acero inoxidable. Y no es que una haga las cosas para que te lo agradezcan, pero tampoco para recibir patadas. Pero amarrando este comentario y como poseo el privilegio de disponer de esta tribuna, me voy a ir directamente al asunto, aunque no dé nombres por discreción. En el año 2007 y viendo por la televisión autonómica un programa presentado por ese estupendo y todoterreno presentador canario Roberto Kampof (él conoce el caso), me quedé con la historia que contaba una chica joven, madre de dos niñas de tres y un año de edad. De la mayor pusieron un breve reportaje sobre su enfermedad, donde se veía que sus piernecitas eran tan débiles que se caía constantemente y necesitaba, urgente, una operación en Barcelona.

La madre, muy compungida, pedía ayuda económica para tal intervención, y servidora, que para llorar no me hace falta que me entre el polvo del siroco en los ojos, la llamé a la televisión canaria y quedamos en mi casa con la niña y su marido. Como soy muy dada a los niños, con mis besos y caricias la tierna criatura me cogió inmediatamente cariño y no quería bajarse de mi regazo, la dejé que aporreara el piano, que rasgueara atropelladamente y cuantas veces quiso las cuerdas de mi amada guitarra, le ofrecí un lindo regalo que había preparado de antemano, una bolsa llena de variadas golosinas, etc., hasta el punto que llena de felicidad se hizo pipí a lo largo de sus pantaloncitos vaqueros. Y a los padres, además de ofrecerles una merienda, les puse en las manos dinero en metálico (creo que fue una buena y generosa ayuda. Y no me duele) para la urgente operación. Y allá que se fueron ambos dos a Barcelona con su preciosa niñita, que fue intervenida quirúrgicamente el 19 de junio de 2007. Su madre (todo hay que decirlo) me llamó el mismo día de la intervención para informarme de que todo había salido muy bien y que en cuanto llegaran a la isla se pondría en contacto conmigo para traerme a la niña a casa, como yo así se lo había pedido. Esperé, esperé y esperé…, y así transcurrieron unos meses hasta que, cansada de la espera que me traía hasta el flequillo, la llamé pensando que algo grave había pasado.

Cual sería mi sorpresa cuando al oír ella mi voz y preguntar por su nombre reinó el silencio al otro lado de la línea telefónica. Hondamente disgustada, pero con cautela, repetí su nombre hasta que ya, el cazador cazado, respondió con cierto aislamiento pero tratando de afectar interés. Con una actitud de estudiada pena, me contó que la niña había recaído en su enfermedad, que estaba en rehabilitación y que había que operarla de nuevo. Le recriminé sin dureza su acción mezquina hacia mí y ella, como persona capaz de no inmutarse, me dejó entrever si yo podía volver “a echarle un cabo” en la nueva andadura catalana. Decidí no enfadarme para no enturbiar mi paz interior, pero me puse al lado del sentido común, lo medité rápidamente y descorazonada le negué la ayuda sin darle más explicaciones. Espero, queridos lectores, que ustedes no me crucifiquen por esto, pero es que a tales mosquitos perturbadores del bolsillo ajeno y llenos de ingratitud (con la panza hinchada del rojo y valioso líquido después de la picadura) hay que sacudírselos con spray insecticida, no sea que vuelvan a la carga y sea mayor el picotazo. Vamos, ni que una fuera boba.

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