Artículo publicado el 17/02/2009 en el diario La Provincia/DLP

DE TODO UN POCO

Donina Romero

LA INEXPERIENCIA

Dice la excelente escritora Ana María Matute que “la experiencia es un regalo que te llega cuando ya no te sirve para nada”. Y creo que es cierto, pues considero que cuanto más necesidad tuvimos de ella fue en plena juventud, cuando debido a la timidez se nos atascaba el oxígeno al hablar, nos quedábamos encallados a la primera pregunta que alguien nos hacía debido a aquella ingenuidad de Peter Pan, cuando éramos como una fragancia fresca y transparente como un agua de colonia de verano y nos era difícil la conexión de las emociones, cuando una dura amonestación de nuestros mayores nos encabritaba y nos dejaba mudos o con claros problemas de dicción, cuando nos incomodaba un encuentro y no sabíamos cómo poner pies en polvorosa, cuando intentábamos decidir una vocación y la personalidad comenzaba su andadura con tantas incertidumbres, cuando en un concentrado de euforia queríamos comernos el mundo pero no sabíamos por donde tirar, cuando la prisa no tenía pausas o el amor entraba de puntillas en nuestros corazones y éste no se atrevía a demostrarlo…

¿Quién de nosotros, queridos lectores, no recuerda tener en el cerebro esa cortedad que nos producía un no sé qué o en la boca del estómago un qué sé yo por tantas cosas que íbamos descubriéndole a la vida, mientras luchábamos denodadamente por salir victoriosos? ¿Quién de nosotros no deseó sentirse fuerte como una explosión de dinamita en aquellas turbulencias de la vida en la que comenzábamos nuestra andadura? Pero era nuestro comienzo y por lo tanto seres retraídos, sin audacia, sin repertorio en un acercamiento oral para charlar o conquistar, porque nos quedábamos silenciosos como una moqueta debido a la falta de experiencia y a la timidez, que terminaba siendo molesta como una gaveta atascada.

Y aunque el camino fue difícil y duro como un ataque de asma, también fue hermoso y casi musical, como los sonoros pliegues de un acordeón. Ojalá la experiencia fuera hereditaria como unas ojeras, aunque si quieren que les diga la verdad -aún sintiéndome hoy segura como un niño con su juguete predilecto y ni siquiera mi ritmo biológico se alteraría si, por ejemplo, se me levantara el parquet de mi casa a causa de un desbordamiento de la bañera-, servidora de ustedes sigo echando de menos aquella inexperiencia de la juventud, el cometer errores (ahora muchos menos) y con el detector de emociones siempre activado y viviendo como en una extravagancia daliniana, que me sentaba tan bien como un complemento vitamínico. Ahora no es que me sienta como un medicamento caducado, ni muchísimo menos, pero vamos, ya no me domina la vehemencia de antaño ni me disgusto por casi nada (incluso si saliendo de compras me dejara olvidada en mi home las tarjetas de crédito), ni me sube la adrenalina, ni mis mejillas tienen aquel tono natural rosa-pasión que tan bien me sentaba cuando me ruborizaba por cualquier encuentro masculino inesperado, porque a servidora de faltaba un cuarto de hora para ser tonta. Y es que la inexperiencia en nuestra ya lejana juventud (aunque suene a frase hecha) fue un entrenamiento válido para luego ser fuertes en el campo de batalla, en nuestra integración social, para venir de vuelta y media de las cosas, aunque en el camino hiciéramos pública nuestra ignorancia de la vida: un guiño más, un modo de intentar bucear en el saber y en el vivir. Eso sí, gracias a la edad y a la enriquecedora experiencia llevo a cabo con harta frecuencia aquel proverbio italiano, “del escuchar proviene la sabiduría”, que me va estupendamente, aunque, por qué no decirlo, me guste tanto hablar como chupar el sabroso tuétano de un hueso de cordero. Que tengan un buen día.