Artículo publicado ayer, 28/04/2009, en el diario La Provincia/DLP

                                        DE TODO UN POCO
Donina Romero
                                          LOS DESPISTES
     A veces los despistes pueden jugarnos malas pasadas, haciendo que ante los demás parezcamos tontos (totorotas, toletes) o simplemente desinteresados de la vida y lo que la rodea. Y es particularmente mi caso, porque como a lo largo del día estoy siempre subida a un guindo, o sea, escribiendo, leyendo, o bien pintando, esculpiendo, bordando, colocando una cremallera, subiéndole o bajándole un dobladillo (un vuelto) a un vestido, tocando el piano o barnizando un mueble, etcétera, enfrascada en una minuciosa observación de lo que estoy haciendo, me abstraigo tanto en mi quehacer que cualquier interesante conversación me puede coger desprevenida si me hacen una pregunta al respecto, y aunque ordene mis ideas con cierta urgencia, puedo responder con palabras que nada tienen que ver con lo que se espera de mi respuesta.
     Así es que, rompiendo este tono divagatorio, les cuento. Cuando el IGIC era una novedad (y de esto ya ha llovido mucho) y poca gente había oído hablar de él, servidora me metía en una reclusión voluntaria de no querer saber lo que era aquello y qué significaba, pues he llegado a la modernidad excesiva con un cuarto de hora de retraso, y además absolutamente desinteresada de todo lo que sean impuestos y tantos por ciento de importes de facturas, etcétera. Tampoco es que haya vivido en el más riguroso confinamiento, pero vaya, que no he sido ni soy mujer de finanzas. Ni falta que me hace, la verdad.
     Mi hijo Carlos (Lucho para nosotros), hoy abogado y para mí un excelente compositor musical, por aquel entonces muy jovencito, andaba el hombre con locos deseos de comprarse un aparato de música que costaba doscientas mil de las antiguas pesetas, y con IGIC doscientas diez mil pesetas. Pero se hallaba en una duda agónica porque las diez mil pelas se le hacían cuesta arriba, dado que estaba comenzando a ejercer su carrera y los bolsillos los tenía más pelados que una pera al vino. Servidora, a sesenta años luz de lo que significaba aquello del IGIC, le comenté hecha una madraza consejera, “mi niño, ¿y te lo estás pensando, bobo? Por diez mil pesetas de diferencia cómpratelo con el IGIC y con todo”. O sea, que yo creí que el dichoso IGIC sería algún artefacto que se podía incorporar al aparato de música y que mejoraría el sonido o algo así. Igual me ocurrió cuando unos años más tarde me comentó que quería invertir en la RIC, preguntándole servidora que “dónde estaba eso”, pensando que sería una urbanización. Y es que hace unos años me faltaba un cuarto de hora para ser tonta, cosa que ahora voy en punto como las agujas de un reloj de la Nasa.
     Cuando me informé de lo que significaba el IGIC, me pareció tan decepcionante como que te lleven a la cama la bandeja del desayuno vacía y más peligroso que un sanitario en suspensión, y ahora, además de no tenerlo en estima, me sigue pareciendo antipático, porque es un recargo fastidioso que no agrada a nadie. Y no es que los despistados tengamos un mismo perfil físico: escuálidos, enjutos como cañas de bambú (flacos como tollos o hilo de pitera), los ojos desorbitados como medusas (soplados como aguavivas), atorrados de estatura, etcétera, sino que todos somos distintos físicamente pero con un denominador común: asomados a otros asuntos y metidos en la hebra de nuestras propias emociones, con una longitud de onda diferente y más rara que un pan chino. Mi nieto Pablo (el chiquillo tiene siete años y me salió besucón), que a menudo me corta la respiración con sus apretados abrazos (que por otra parte me saben a truchas de batata), la pasada semana me abrazaba con un donut (bollo) de chocolate en la mano, estampándome a un tiempo un beso en la mejilla con tal fuerza que casi me salta un empaste dental. Acto seguido me preguntó lleno de ternura por el regalo de su beso y el donut pegado a mi nariz, “te gusta, abuelita”?, y servidora, en el guindo como siempre, le contesté, creyendo que me ofrecía una mordida de su donut, “mucho, pero en lugar de coger una mordida del tuyo, ¿por qué no me traes un donut entero para mí?” En fin…, que a veces los despistes pueden ser molestos como una mosca cojonera rondando el café, tanto para el despistado como para quien recibe el despiste. Cosas de la vida…

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