Artículo publicado ayer, 02/06/2009, en el Diario La Provincia/DLP


                                         DE TODO UN POCO
Donina Romero               
                                 PEDAZO   DE   MALCRIADO
         Esto que les voy a contar es cierto y sucedió hace ya muchos años en una habitación de la desaparecida clínica del Pino donde mi hijo  -a la sazón con doce años-  estaba ingresado por una ligera operación. A su lado había un chiquillo de su misma edad y con la cabeza vendada, cuidado por su amorosa abuela con cierta tendencia a arrugarse y a encoger como el lino, y un poco más allá un señor muy educado llamado Cornelio, de unos cuarenta años, con una pierna escayolada y en alto, sujeta por cuerdas y poleas. He de decir que cuando mi hijo ingresó ya estaban estos dos enfermos ocupando el barco, así que éramos los nuevos en la travesía.
         El chiquillo era un trueno y no paraba de pedirle y pedirle cosas a la pobre abuela,  a quien se le notaba que los cuidados le suponían una carga demasiado dura para llevarla ella sola, pues el “mataperro” del nieto era un manojo de voladores que nunca se estaba quieto y un caso dado por imposible. Llegó la hora de la cena y los tres enfermos cenaron estupendamente, aunque yo notaba algo nervioso al tal Cornelio. Retiradas las bandejas, el señor Cornelio pidió su chato, pues era la hora de hacer sus necesidades fisiológicas y con una pierna escayolada y en alto no había otro modo porque se sentía físicamente limitado para ello. El nerviosismo del buen señor iba en aumento, aunque intentaba disimularlo y la verdad es que no sabía cómo. Naturalmente, descargó (con mucho esfuerzo) y, naturalmente, el “aroma” invadió rápidamente la estancia dejando al pobre hombre con una extrema palidez debida a la vergüenza. Me invadió una gran compasión por él, pero no así al chiquillo que a grito pelado y tapándose la nariz le decía y repetía, “¡Cosnelio, foooos…!” Por un momento me quedé helada y tiesa como una lámpara de pie, pero la abuela, que continuaba amorosamente colgada del chiquillo como una lámpara de techo, mirándome algo consternada y disculpándolo me comentó, “¡amargos chochos, mi niña! Es que del toletazo que le mandó el camión, se ha quedado así, nervioso”.  “¿Nervioso?” –dije para mis adentros-  “Este niño lo que es un pedazo de malcriado”. 
         Las siguientes noches y a la misma hora, el pobre Cornelio volvía a tener una lucha encarnizada consigo mismo, pues se le notaba totalmente marcado por aquel chiquillo mataperro que era más complicado que encontrar una lentilla en el suelo. Y así, cada noche el “¡Cosnelio, foooos…!”  lo ponía en una situación donde sólo sentía deseos de pedir ayuda para que lo separaran del chiquillo como de una mosca verde o demandarle la baja a la vida prematuramente, con lo cual a mí me daba la sensación, por la lividez de su rostro, que se estaba despidiendo para su último viaje, pues la desorbitada expresión de sus ojos manifestaba la impresión de que su aliento vital disminuía y la onda de sus energías comenzaba su tour al más allá. A los pocos días de estar allí y entrada ya en confianza, me llené de valor, reprochándole con acritud al crío entrometido y molestón (pejiguera) su fea actitud y sus muecas (regañizas), pero su abuela, sin inmutarse y como si tuviera una pereza (pardela) encima, volvió con la misma cantinela, “¡Amargos chochos, mi niña! Es que del toletazo que le mandó el camión, se ha quedado así, nervioso”, con lo que ya el refinado Cornelio, que continuaba haciendo esfuerzos sobrehumanos sobre su chato, y más que humillado e invadido por una cólera incontenida que casi le hacía perder el conocimiento (tino), le soltó a bocajarro a la señora, “¡No se vaya p’a que almuerce! ¡Pues ojalá lo hubiera dejado mudo, porque con esos gritos me trinca, mi niña! ¡Me trinca!”  Y es que se pierde la diplomacia con estos pedazos de malcriados, a quienes les viene bien un frenazo en la lengua. Faltaría más.

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