Artículo publicado ayer, 20/04/2010, en el diario La Provincia/DLP
DE TODO UN POCO
Donina Romero
ACARICIAR A UN NIÑO HOY, UN PELIGRO
Este artículo no va sobre las aberraciones que presuntamente se producían en la escuela de kárate de Vargas, porque entre otras cosas no encuentro calificativos para presuntas tamañas canalladas. Lo de hoy es otra historia. Me produce una honda tristeza reflexionar sobre este tema tan espinoso, pero considero una obligación por mi parte hacer hablar al silencio sobre el peligro de demostrar públicamente amor a los niños. Quizá alguien piense que no hay que darle excesiva importancia a este asunto, pero a mí me estremece las aristas del alma y me rompe el corazón el hecho de que cuando los adultos estamos bajo los efectos de la ternura hacia los niños, tengamos que tener la precaución de no excedernos en esa sana ternura porque tal conducta cariñosa puede sorprender y hacer malpensar a quien desde lejos observa tal muestra de cariño.
Hace unos días, en la sala de espera de una consulta médica, un abuelo casi octogenario cuidaba de su nietecillo de unos cuatro años. El crío, juguetón e inquieto como todos los peques, no paraba de moverse correteando por la sala, pero entre tanta sacudida de energía de vez en cuando se iba hacia el abuelo, se subía a sus rodillas y entre risas le tiraba de las gafas y de la corbata mientras el embobado abuelo lleno de afecto, de amor, de casi devoción hacia aquel pequeñuelo que hacía sus delicias y le tenía robado el corazón, le besaba repetidamente y le abrazaba con tal ternura que hizo revivir el espíritu a todos los que nos encontrábamos en la consulta. Servidora ejerzo de abuela muy besucona y entendía tal demostración.
Saliendo de allí y contándole la emotiva escena a un amigo, me comentó en un inequívoco tono de temor que aquel abuelo había cometido una imprudencia, pues tal demostración de carantoñas podía dar a entender un desvío hacia otras arenas movedizas, hacia otras tendencias, confundiendo la visión. Solté mi enojo al oír tal desconfianza y no evité exponerle con cierto mal humor mi opinión sobre tan desequilibrada sentencia. De camino a casa me pregunté por qué la sociedad estaba remando contra corriente, y por qué hace que se quemen las ilusiones de acariciar abiertamente a un niño sin que caiga la sospecha, terrible sospecha, de la pederastia. Entiendo que hoy, y como está el patio, la precaución nunca es una acción que hayamos que lamentar, y que de ciertas cosas hay que huir y dejarlas de lado para que no nos afecten, pero no encaja en mi cabeza que esta sociedad nuestra mire con ojos turbios, se ponga nerviosa o le entre un alud de malos y equivocados pensamientos porque un abuelo, un amigo, un tío, prodigue arrumacos públicamente a estas maravillosas criaturas.
Sé que es una situación difícil, y también que es algo que no debería sorprenderme porque estas son hoy las reglas sociales y hay que saber evitar ciertas formas de comportamiento, pero creo que dar y recibir calor humano es perfectamente conciliable y no es de recibo exigir a los adultos una esterilidad emocional porque creo que el cobijo del amor, sea o no notoriamete, es tan necesario como el aire que respiramos. Y creo también que esta exigencia entristece y fatiga el organismo, perturbando de algún modo este maravilloso como difícil juego que es el vivir. La querencia pública a un niño se ha convertido hoy en el precipicio del miedo, y se ha apoderado de una sociedad que se ha sumergido con pesimismo en estos desatinados pensamientos, sin darse cuenta de que sin una demostración de amor no somos nadie. Qué pena, penita, pena…
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