Artículo publicado ayer en el diario La Provincia/DLP


                                            DE TODO UN POCO
Donina Romero                                         
                                             EL   MATRIMONIO
          He oído por ahí que “el amor es ciego y el matrimonio es el milagro que le da la vista”, o lo que es peor aún, que “el matrimonio es un castigo que da el demonio”, y sí que he visto a más de un casado caminando triste y lento, como si se dirigiera a Hacienda. Pero qué quieren que les diga, algo debe gustar el maridar porque hay que ver cómo las viudas se vuelven rápidamente a casar. Pienso que esa decepción del sacramento le ocurre a quien no eligió la pareja acertada y le ha resultado peor que quitar las manchas de cemento después de una obra, aunque no cabe duda de que la convivencia no es tan fácil como decorar una pared con plantilla de estarcido ni tan bonito como esos lazos brillantes que envuelven los paquetes de regalos, porque la materia gris es una compleja maquinaria con la que los humanos nos equivocamos o acertamos y con lo cual no estamos libres de imperfecciones. Del matrimonio lo que no podemos esperar es continuar infinitos de ilusiones y viviendo el abismo de las pasiones sin pausa (pero sí con cariño porque un amor sin demostraciones es un amor muerto), ya que con los años ese sol ya es otro sol, más suave, como la brisa fresca de octubre. Y tampoco hay que esperar que el matrimonio sea para siempre  algo tan alegre como un baile de carnavales, ni que la pareja sea como dos tablas de madera machihembradas que ha de continuar así hasta el final del trayecto porque cada uno es diferente, piensa diferente, siente diferente y ama diferente, y entre ambos bailando los fallos y los aciertos diarios, que son la sal de la vida.
         Creer que el matrimonio es tan romántico como una cena con velas a la luz de la luna o un lugar de retiro y oración es equivocarse de la A a la Z, porque sencillamente es una pequeña sociedad  adulta y preparada para enfrentarse y sufrir (apencar en c.) a los avatares, a las dificultades y pequeñas descargas eléctricas de baja intensidad, unido todo al amor, la amistad, la habilidad (geitillo) para entenderse y la complicidad, que son cosas que han de permanecer a través del tiempo. Al principio, a las mujeres, y bajo el enamoramiento, el matrimonio nos resulta tan fascinante como un tratamiento antiedad o una lluvia de canciones de Frank Sinatra, hasta que ponemos los pies en el suelo y tenemos que saber cuánto cuesta una cabeza de ajos y que en nuestras operaciones culinarias a las lentejas hay que ponerlas de remojo la noche anterior, además de mondarlas primero no sea que el amado cónyuge se parta un diente si se tropieza con una piedrecilla en el rehogado, inspeccionar con cuidado las finanzas del hogar y hacer un adecuado uso de los ahorros (con algún empujón dialéctico entre ambos de vez en cuando), traer hijos a este mundo esclavo de sus vicios y educarlos en el amor y temor de Dios.
         Mientras que a los hombres, al principio, el matrimonio les sabe a triunfador de envite o campeón de natación, hasta que se dan cuenta de que deben conseguir el certificado de buen padre, buen esposo (que a veces cuesta tanto como intentar llegar a la órbita de Plutón), ser un incansable trabajador (exigiéndose a sí mismo veinticuatro dedos y tres cerebros), evitar el mal carácter (la mala tiempla) y tan perfecto como un sancocho en su punto exacto. Esta es la cruda realidad. Pero como bien dijo el poeta, “se hace camino al andar”, también implica el matrimonio la hermosura de dignificarse ambos siendo útiles a la familia y teniendo una convicción compartida sobre la vida en común, entendiendo ambos que no es ni será nunca una existencia celestial, respetando además que no hay que estar sujeto al otro como una cremallera a un vestido pero tampoco tan independientes como un mantel individual, ni esperar que todo lo que diga el esposo o la esposa (el pariente o la parienta) esté para nota y que cante mejor que un jilguero, ni que sea un modelo de virtudes, ni mucho menos convertirlo en una marioneta a nuestro antojo (porque el yugo opresor nunca da buenos resultados), ya que al final todo ello puede convertir el maridar en la guerra de las galaxias.
   En fin, creo que con estas precauciones de paciencia (no se ganó Zamora en una hora) y mucho amor, el matrimonio (refugio terrenal) puede funcionar, porque lo que bien empieza normalmente bien acaba. Ay, Señor, resignación…

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