Artículo publicado ayer en el Diario La Provincia/DLP


                                            DE TODO UN POCO
Donina Romero
                                              LOS  FUNERALES
                                                (En tono de humor)
         Entiendo que es doloroso hablar de funerales, pero a veces resulta necesario hacerlo y además en tono de humor, porque la vida ya nos trae muchos problemas y el mundo está loco de atar. A ver si me es posible expresarlo en pocas palabras. En primer lugar nadie está a salvo de la muerte, y para que haya un entierro tiene que haber un muerto, porque si no, no se entendería lo del funeral. Así es que ahí estamos todos los amigos en misa (menos los que siempre se quedan fuera de la iglesia fumando, echándose sus parrafadas (parrafiadas) y charlando de fútbol), orando por el alma del difunto que, no entendemos por qué, después de que se ha ido no paramos en elogios, “ni en un millón de años habrá otro como él”. “Era irrepetible”. “Siempre fue un hombre que transmitía”. “Como ser humano, en una escala del uno al diez le doy un quince”. “Nunca perdía el control con las copitas”, y etcétera, etcétera…      
         Agolpados los recuerdos en los amigos sobre el difunto, va transcurriendo el funeral mientras observamos a los conocidos, al último que llega, a quien pide un huequito en un banco porque no puede estar tanto tiempo de pie, y todos nosotros nos apretujamos como puntos de ganchillo para hacerle sitio…, y viene la risita contagiosa porque el señor de delante estornudó seis veces cuando mejor estaba la charla del sacerdote…, y al término del funeral todos en fila y apretados (apeñuscados), porque además de sentirlo queremos que nos vean los familiares y que cumplimos. Sabemos que nuestra condición humana está llena de limitaciones y defectos y en estos casos “se nos nota” sin quererlo, sencillamente porque la vida es así y tiene (afortunadamente) su lado cómico.
         Hace un tiempo acudí con mi santo virtuoso al entierro de un conocido (por cierto un  muro de carga altísimo y más ancho que un ropero de cuatro puertas abierto), y perplejos todos los presentes (nuestra tranquilidad inicial se transformó en un estado de asombro), permanecíamos como meros observadores de cómo gastaban sus energías los deudos del extinto y el sepulturero, que tenían el corazón al revés, intentando meter el féretro en el nicho  -algo pequeño para la caja-  sin conseguirlo.  Pasó el tiempo y el muerto continuaba a medio camino, o sea, mitad dentro del nicho y mitad fuera (como si no quisiera irse de este perro mundo o le pesara la soledad donde lo iban a encerrar), y convertido en una fuente de problemas y molesto para todos, ya que estaba dando la lata como una vieja y ruidosa mecedora, pues el féretro no entraba en el nicho ni con la mágica palabra “abracadabra”, hasta que, finalmente, llamaron a un carpintero quien sobre la marcha recortó el féretro no sé por dónde (imagino que le respetó los pies al cadáver) y por fin pudieron introducirlo sin más expectativas para el fallecido que, a Dios gracias, no gritó (no levantó el gallo) ante tanto ruido (bulla), mientras una atmósfera de tranquilidad se respiraba en el ambiente.
         La tribu de los condolientes rompimos nuestro casi obligado mutismo con murmullos y alguna risita incontenida…, y así, entre comentarios de lo más variado, nos fuimos a nuestras casas. El día del funeral, en la iglesia, junto a mi mártir y a una amiga a la que tenía ganas de encolarle la boca con engrudo para que dejara de hablar, pusimos atención a la homilía del sacerdote que emocionado platicaba, “le querían tanto los amigos y él amaba tanto la vida, que seguro no deseaba irse tan pronto de este mundo…”  (Recordé el féretro parado a medio camino y sonreí, observando que otros también lo hacían).  Incapaz de contenerme, le comenté por lo bajini a mi santo, “si no hubiera sido por el carpintero, igual seguiría entre nosotros…”  En fin…, son las pequeñeces humanas.  Qué mundo éste…
 

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