Artículo publicado ayer martes, 17/06/2014, en el diario La Provincia/DLP


DE TODO UN POCO

Donina Romero

TRAIDORAS GOLOSINAS

¿Recuerdan ustedes, queridos lectores, aquellos caramelos de nata color miel y envueltos en un papel del mismo color, con una vaquita pintada? En su momento causaron furor y hasta los más atrevidos, con dentadura postiza, se arriesgaban a comerlos con tal de saborear su exquisitez.

Había otros confites riquísimos e incluso más empalagosos que un bienmesabe, aunque como los de “La Vaquita”, ninguno. Pero estos caramelos tenían un peligro, y es que masticarlos era peor que comer a base de latas de conservas pues al despatarrarse en la boca se enredaban entre la dentición superior e inferior, uniendo éstas y siendo todo más desagradable que un potaje de tres días recalentado. Y les cuento, para que pasen un ratito agradable.

Ocurrió que en mi añorada adolescencia y viendo la película de “Robín de los bosques” en el ya desaparecido cine Cuyás y con un reboso de gente como si regalaran cañadulce o fuera un lunes de Santa Rita, sentose un señor de cierta edad aunque con unos cachetes que parecían un poncho mejicano, más serio que la ceremonia del té, con el pelo blanco como el azúcar, un lunar en el pescuezo con aspecto de garrapata pegada y su vientre la curva de la glotonería, que comenzó a comer pastillas de regaliz hasta que, seguramente cansado del intenso sabor, extrajo del bolsillo de su chaqueta uno de estos caramelitos de “La Vaquita”, con lo que todo fue empezar y revolverse en el asiento, echándose manos a la boca con cierto desespero mal disimulado, ya que daba la impresión de que se asfixiaba como pez fuera del agua. Servidora le observaba absorta, pero él ni cuenta se daba metido en su batalla “caramelil”.

El tiempo transcurría y aquel señor, para mi joven edad más antiguo que un molinillo de café, continuaba moviéndose exasperadamente en la butaca como un león en cautividad, hasta que sin importarle ya el público ni a quienes tenía a ambos lados de su persona, agobiado y mostrando descaradamente que no tenía vocación de sufrimiento, se extrajo de su boca con rabia toda su dentadura postiza, quedando su rostro chupado y más feo que una mala palabra, mientras sus nerviosos dedos hurgaban en aquellos dientes postizos en un desesperante alarde de pericia, dándole a servidora un no sé qué que fue como un qué sé yo. Después de aquella guerra titánica con el pegajoso caramelo y la llamativa prótesis, el buen señor se remitió de nuevo el caramelo de marras a su boca para chuparlo plácidamente, mientras la dentadura aguardaba su turno entre sus dedos. Así es que terminado el chupeteo, que duró lo suyo, los parejitos dientes volvieron a su lugar.

Ni que decir tiene que me perdí gran parte de la película “Robín de los bosques”, pero valió la pena porque “Robín…” la he visto luego muchas veces en mi vida (recordándome siempre a aquel señor) y en cambio ser testigo del espectáculo de ver un caramelo de nata pegado a una dentadura postiza, fuera de la boca, habría sido más difícil que hacer un nudo marinero. Aún así continué comprando aquella fascinante golosina, pero sin olvidar que si algún día, de mayor, usaba una prótesis dental, primero me la quitaría antes de echarme a la boca el peligroso caramelito. Ay, Señor, qué cosas…

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