Artículo publicado ayer martes, 23/09/2014, en el diario La Provincia/DLP
DE TODO UN POCO
Donina Romero
LA RISA: UN REMEDIO INFALIBLE
Estarán de acuerdo conmigo, queridos lectores, en que con los recuerdos se subliman las vivencias y parecen más hermosas de lo que realmente fueron, o más feas, porque también todo depende de la importancia que se les quiera dar. Y es curioso que a pesar de que los años pulverizan el físico y despojan el cerebro de una parte de la memoria, siempre queda en una esquina de la misma un pequeño espacio de luz que nos guarda, nos conserva imágenes de la infancia, de la hermosa adolescencia y de la juventud y que, si fueron felices y agradables, son un puñado de azúcar para los latidos de nuestro corazón. Pero distinto sería si fueron recuerdos que escuecen la lágrima y han dejado una quebrajadura en el pálpito, porque si es así mejor sería apartarlos.
Mi añorada tía Ana (q.e.p.d., y hermana mayor de mi madre), que además del gran sentido del humor que conservó hasta el final de sus días, fue una mujer tan bella y elegante que paraba el tráfico, me contaba con cierta frecuencia la enorme amistad que tenía con dos amiguitas llamadas Felisa (a quien llamaban “Fe”) y Esperanza, unidas las tres como un nudo marinero, un trío sujeto a las debilidades de las chucherías y con una amistad sólida como una roca. Me relataba que el día de su primera comunión, en el altar de la iglesia y en unión de sus candorosas amigas y el resto de sus compañeras de clase, cada discípula tenía que decir en voz alta una breve oración referida a algo religioso, claro está. A Esperanza le tocó mentar las virtudes teologales, pero en su momento de nerviosismo dijo, “Fe, Esperanza…”y ahí se atascó sin poder salirle la palabra correcta “Caridad”. Mi tía, que estaba a su lado, y por gastarle una broma le susurró “y Ana Hernández” (que así se apellidaba mi tía), y la pobre niña, en su atolondramiento, pero tratando de mantenerse calmada y con la cabeza erguida como cuando se nada a crol, repitió, “Fe, Esperanza y Ana Hernández”, mientras la maestra, sentada en el primer banco vigilando a sus alumnas, se tiraba y más que se tiraba del moño ante el trabe de la chiquilla.
Con aquella ingenua equivocación la risa de los feligreses se impuso a la seriedad, y mi tía Ana, sin buscar refugio en el silencio por temor a ser descubierta, dio rienda suelta a una carcajada floja que la hizo no parar y contagiar a sus compañeras, a su amiguita Esperanza, al cura y hasta a la mismísima docente, con lo cual la iglesia toda fue un jolgorio más agradable que una vela con aroma a vainilla y canela. Nunca supe si esta simpática anécdota la exageró un poco, porque los años para la memoria son un papel de lija que arrasa con todo y hay que ponerle imaginación a los recuerdos, pero lo cierto es que mi querida tía Ana nunca la olvidó y como se le presentara la ocasión ante amigos la remembraba sin variarla y siempre acompañada de la risa, casi carcajada.
Triste es que se evoquen con igual intensidad hechos infortunados, adversos, que recuerden una desventura, porque creo que esas reminiscencias dan cabida al desánimo, al desaliento y quizá por dolorosas se magnifican y habría que rogarle a la memoria el olvido, pero las cosas son lo que son y no hay más vueltas que darles. Cosas de la vida, Señor…
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