Artículo publicado ayer martes, 27/11/2012, en el diario La Provincia/DLP


DE TODO UN POCO

Donina Romero

NO ES CUESTIÓN DE ESTATURA

Sin ir más lejos, ayer, junto a unos buenos amigos y sentados los cuatro en la terraza al aire libre de una cafetería de nuestra calle Mayor de Triana, sentose un señor junto a nuestra mesa. Era tan pequeño como un bonsai, con los pies haciendo esfuerzo para que le llegaran al suelo, más enterado que una guía turística y ensayado como una escopeta, ya que sin nadie darle pie entabló una simpática como interesante conversación con nosotros. Demostraba que era una persona inteligente, agradable como un ambientador de madera, despierta y respetable, pero para mi amiga, la altura de aquel hombre le era algo tan contra la lujuria y tan sorprendente como entrar en un ambiente árabe, que si no hubiera sido por su barba le habría confundido con un chamaquito de diez años dado que, además, las mejillas las tenía sonrosadas como un durazno pelón. Y ahí andaba él, disfrutando de sus aceitunas rellenas de anchoa, su ensaladilla rusa y su cerveza, que parecía que todo ello le estaba sentando tan bien como un choque vitamínico. Con su velocidad mental, el buen señor se dio cuenta del mal disimulado asombro de la mirada de mi desconcertada amiga, así que más atrevido que saltar desde un trampolín sin saber nadar y con una gran personalidad, nos dijo a todos que no le echaba la culpa de su estatura a Júpiter ni a la Osa Polar, sino a una broma de mal gusto del destino ya que en su familia no había habido nadie con la altura de un taburete.

El marido de mi amiga, después de un buen rato de conversación y lleno de confianza, le preguntó indiscreto cuánto medía, a lo que tranquilamente le respondió que metro y medio, seguido de una gran carcajada. “¿Y con metro y medio hace usted una vida normal?” -le preguntó mi amiga con respeto pero insistentemente curiosa y disparando contra su propia inteligencia pues no suele ser así de atrevida-, y el buen hombre, sin molestarse, le contestó alegremente, “¡Y tan normal, señora, como que estoy casado y tengo doce hijos!” “¡Doce!”, dijimos todos a una. Y aunque haciendo esfuerzos intermitentes por controlar mis deseos de contestarle, sólo se me ocurrió decirle torpemente y más ingenua que el seis de enero, “¡caramba, pues sí que da para mucho metro y medio!”, con lo que para mi sorpresa, y ante tan desafortunado comentario que me amargó por imprudente como una abolladura en mi coche, las carcajadas de todos, incluida la suya, retumbaron en la terraza mientras servidora, con mis moléculas de oxígeno cortadas como una pared por una cenefa central, me metí en mi estupenda merienda, disimulando y diciéndome para mí que el apetito es salud y que callada se vive mejor. Y es que a veces pienso que si se pudiera comprar el silencio me compraría una tonelada cada fin de semana. Ay, Señor, qué cosas…

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