Artículo publicado el 11/09/2007 en el diario La Provincia/DLP


                                       DE TODO UN POCO
Donina Romero       
                                      YO  TE  “HA”  DICHO
 

         Ya les he hablado en otra ocasión de mi amigo Higinio, un campesino-labrador del sur de nuestra isla, concretamente de la hermosa Villa de Agüimes, donde servidora pasé durante mi adolescencia y juventud los mejores y más agradables veranos. Higinio, ya les conté, era un hombre pequeñito, pelón de barba, feo como un sofá viejo pero con una alegría que repartía a manos llenas, y un impenitente aficionado a la broma, casado, con nueve hijos, y con una mujer llamada Mariquita del Carmen, que no era la belleza del siglo precisamente, pero sí la escoba de su cocina y el ñame de su potaje. Ambos estaban tan unidos como el engrudo a la madera, y además de quererse a rabiar nunca vi que aquella relación se enturbiara por pelear por cualquier tontería (al menos en mi presencia), pues para Higinio su esposa era como una fragancia fresca y transparente, como un agua de colonia de verano, y para ella su esposo era el sereno razonamiento, el proceder más sensato y la encarnación de la simpatía. En mis vacaciones estivales y con ilusión, me acercaba algunas tardes a su finquita para visitarlo y escuchar de sus labios tanta sabiduría que movilizaba sin echar las campanas al vuelo.
         Él era una piedra de sal y por el contrario a ella le faltaba un granito de la misma, pero con un punto infantil que hacía mis delicias. A Mariquita del Carmen le gustaba mucho contarme recetas de su arte culinario, aunque a mí en ese entonces, con quince o dieciséis años, no me interesaba entrar en contacto con la gastronomía. En una de esas visitas ya estaba la esposa revolviendo para el pariente el café con leche azucarado y gofio tostado de maíz (millo en canario.), que le servía todas las tardes de merienda, con un buen trozo de queso de Guía. Y ahí llegué yo, fascinada por escuchar a Higinito en su habilidad para contar historias con aquella calidez que transmitía su grave y cálida voz. Pero esa tarde mi amigo estaba disgustado, porque su amadísima consorte no le había cocinado al mediodía las arvejas compuestas que ella le había prometido el día anterior y que él con tanta ansiedad deseaba. En su lugar le había hecho un potaje de jaramagos.
Y ahí comenzó la cosa. Higinio, molesto, le reprochaba, “yo te “ha” dicho, mi lucero, que no me pongas pimiento verde en el potaje, que indispués ripito y paso mala noche. Te lo “ha” dicho cienes de veces, pero no me escuchas”. A lo que ella contestaba, “oh, por esa regla de tres, tampoco te puedes comé las lapas con mojo verde, ni las papas arrugás porque...” Respondiéndole él, “es que yo te “ha” dicho que el mojo verde también me j… el hígado, mi lucero. Y es que sos majadera, mi niña, porque hasta a la vieja guisá le pones el pimiento verde en tiritas, y yo te “ha” dicho que…”  Aquellos suaves reproches estaban resultando más peligrosos que un cargamento de bombas, y mi buena amiga, como cualquier ser humano, también se estaba cansando de aguantar, y a pesar de que siempre creí que ella en su matrimonio era la segunda en la línea de mando, con una mirada de ira que le cruzó por el rostro y atacando sin avisar, saltó con la fuerza de un león de la Metro, “¡yo te “ha” dicho, yo te “ha” dicho! ¡Siempre estás con el verbo “hadichá”y ya estoy jarta! ¡Pues en lugá de tanto “hadichá”, apartas el pimiento y sigues comiendo, y si no, me lo pasas a mí, que me gusta a rabiá!” Higinio, sorprendido como si lo hubieran pillado (trincado en c.) en ropa interior, y recuperado el habla, se acercó manso a la parienta, y cálido como abrigarte un día invernal con una bufanda de cachemir, le rodeó los hombros con su brazo al tiempo que le susurraba con profunda serenidad, “y también te “ha” dicho siempre que sos la flor de mi naranjo y el añil de mis camisas, mi lucero…”, quedando Mariquita del Carmen sumergida en el atontamiento amoroso. Y a mí me embargó la emoción ante aquella escena, tan acogedora como una chimenea encendida en una noche de tormenta. Y es que dos piedras que chocan se rompen, pero no así un algodón contra una piedra. Que tengan un buen día.

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