Artículo publicado el 16/10/2007 en el diario La Provincia/DLP


                                           DE TODO UN POCO    
Donina Romero

                                       “DAR  POR  LOS  BESOS”         

Hace unos días hablaba servidora de ustedes con mi querido y buen amigo Miguel Rodríguez Díaz de Quintana sobre el árbol genealógico de las familias canarias, y en lo que él es un gran experto. Su interesante conversación transcurría con el rigor, la sabiduría y la seriedad que le caracterizan, hasta que de pronto me contó con cierta hilaridad el disgusto que albergaba una dama de finales de siglo hacia otra dama de su misma alcurnia que siempre le andaba “dando por los besos”. Nos reímos mucho ambos dos con la frase tan canaria, mientras me venía a la mente esta historia que les voy a relatar a continuación. Hace un tiempo me contaba una amiga la decepción que le causó el regalo que, por su aniversario de boda, le había hecho su enamorado marido que siempre la creyó la reina del baile. Antes he de decir que es una pareja tan unida como el agua con la escayola, que siguen amarrados el uno del otro como dos tablas de madera machihembradas y ambos con una imagen muy curiosa: ella blanca como la leche tabaiba y él moreno como la vaina de una algarroba, pareciendo juntos un café con leche o una copa de chocolate y nata.
 Mi amiga (que tiene un gusto compulsivo por las joyas originales), semanas antes, le había estado indicando con diplomacia que le hacía ilusión para tal evento un precioso anillo del que se había encaprichado, y con tal intención se paseaba con su cónyuge por la joyería, parándose con disimulo delante del escaparate y hablándole de la joya en cuestión, con lo cual estaba tan segura de que iba a recibir su adorado anillo como que con el calor llegan las pulgas. Y llegó el día tan esperado con su corazón habitado por la esperanza, pero su gozo en un pozo, porque lo que le regaló su cónyuge fue un bolso de firma y un pañuelo de seda, pareciéndole todo más feo que una casa sin albear, y haciéndole sentir además que en ese momento  habría cambiado al marido por un camello sin verlo. Ni que decir tiene que a la pobre mujer aquel obsequio indeseado le sentó peor que una mortadela caducada, quedándose helada como agua del tallero, pero como al instante comprendió que las lágrimas no le iban a solucionar el problema (y debido a la confianza que tenía con el cónyuge, no sólo como marido sino porque lo conocía desde que era un galletón con pelusilla en el bigote y ella un guayabillo pintón), respiró el oxígeno necesario y sin pedirle explicaciones al tonto (totorota en canario) del consorte, y antes de desangrarse de pena, salió a la calle (arrancó la penca) con el regalo (dicen que la improvisación es la esencia de la agilidad mental), ruidosa como un papel de celofán y con los ovarios por delante, más una rabia que se cogía las vigas del techo.
 Sintiéndose descorazonada y con su toque de genio (encochinada) devolvió el presente en los grandes almacenes, regresando al hogar con su anillo puesto y mostrándoselo al marido, que quedó amarillo como un mantel guardado durante mucho tiempo y con los ojos como chopas de vivero, y como según me contó, “dándole por los besos al tatarita ése, y mandándolo al quinto de los hinojos, porque a veces tiene la inteligencia tupida y ya estoy harta de que siempre me ande diciendo que el dinero no es de chicle para estirarlo. ¿Qué pasa, que no me lo merezco?”
 Y es que los desaires no son algo que se limpie con blanco-España y ya está, pues duelen más que una boquera mal curada y “dar por los besos” puede ser para las mujeres un desahogo estupendo para el espíritu. Así es que, maridos todos, incluido mi beatífico mártir, no olviden que la línea entre el amor y el desamor es muy delgada, y si la “parienta” alguna vez les “da por los besos”, no le echen las culpas a Júpiter ni a la Osa Mayor sino a ese cerebro masculino que, para estos detalles, a veces se les queda más blando que un huevo crudo. Menos mal que siempre nos quedará París…

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