Artículo publicado el martes, 24/11/2009, en el diario La Provincia/DLP


                                       DE TODO UN POCO
Donina Romero
                     EL ROBO DE LA MOCHILA DE MI NIETA
Existe un refrán que dice que “en cada rincón hay un ladrón”. Lo creo, y más aún hoy en día donde este mundo, además de ser irreflexivo y absurdo, tiene una sociedad que no es precisamente un modelo de virtudes y donde todos deseamos tener en casa una puerta blindada con doce pestillos (fechillos) y en la calle la seguridad con cuatro guardaespaldas. O sea, que no podemos descuidarnos con nuestras pertenencias porque en un tristrás nos despluman, casi sin darnos cuenta, gente desaprensiva y merecedora de la más absoluta repulsa de la sociedad. A la mayor de mis cinco nietos, ya una linda señorita con quince años, le ocurrió este pasado verano un percance desagradable cuando y donde menos lo esperaba. Acudió a nuestra maravillosa playa de Las Canteras con un grupo de amigos de su colegio Americano, a pasar el día y darse un chapuzón. En la mochila llevaba doscientos euros de sus ahorros para comprar un regalo a su madre, a la que adora, más cincuenta euros que le había regalado esa misma mañana su tío y padrino Johny. Ya en la arena, dejó sobre la misma su macuto junto a los de sus compañeros y marchó al agua no sin antes guardar el reloj, sus gafas Rayban, la ropa de firma y el móvil, pero sin percatarse de que unos gamberros se aseguraban de que la niña estuviera ajena a sus rateras miradas.
Al regresar del baño se encuentra con la desagradable sorpresa de que su mochila había desaparecido. Así es que con el gran disgusto, desesperada y en traje de baño comenzó la búsqueda con la ayuda de su grupito, pero la mochila no aparecía por ninguna parte. Lloró, llamó con un móvil prestado a su madre que se encontraba en una terraza cuidando de su hija pequeña y su sobrina, quedando sorprendida al oír que su madre se estaba enterando en ese instante por mí, pues me había avisado un camarero al encontrar la mochila y ver varios números de teléfonos, entre ellos el mío, al que casualmente llamó. Demás está decirles que me entró un no sé qué que fue como un qué sé yo, que me indigestó el almuerzo.
Mientras la madre acudía rápidamente a la playa con las peques, mi hija Donina, que ejerce de fantástica tía, hacía lo mismo con su marido. Mi nieta, en bañador, lloraba desconsolada contándole a sus tíos lo ocurrido, cuando desde el interior de la conocida cafetería “¡Oh, qué bueno!” (debo nombrarla por agradecimiento a su favor), el camarero de la misma (que fue quien me llamó y quien había visto frente a él a los delincuentes salteadores revolviendo y expoliando en una  mochila, salió a increparles con fuerza, lo que hizo que ante tal vozarrón de furia los cuatro jóvenes descuideros, rateros, carteristas, se dieran a la fuga y dejaran abandonada la mochila, que recogió este chico ante la atónita mirada de los clientes de una terraza) entregó la mochila a mi nieta, pero claro está sin el dinero, las gafas, el reloj ni el móvil que porteó corriendo el grupo de rateros.
Pero aquel impulso de audacia del camarero, que actuó de manera notable, me hizo confirmar una vez más que afortunadamente en este mundo de locos, de atracadores sin escrúpulos, queda gente que ante acciones mezquinas se enfrenta, con manifiesta valentía y con ese poder invisible que es la bondad, a la posible agresividad de unos gamberros, pero también por otro lado a la satisfacción de la buena acción, que siempre tiene su recompensa. Siempre digo que ser malo es de locos o de estúpidos, y que sólo te lleva a la hoguera, y ser bueno es conseguir ser amado y respetado por todos. Ni que decir tiene que de la recuperación de aquellas pertenencias no se supo nada hasta nunca jamás. “De los escarmentados salen los avisados”, dice el refrán, y yo espero que mi querida y maravillosa nieta, a partir de ahora, tenga buena vista y vigile a izquierda y derecha y de norte a sur no sólo su mochila sino hasta un cono (cucurucho) de helado de chocolate que se tome, no sea que un cleptómano se lo birle de las manos en lo que el gato se arranca un pelo. Ay, Señor, qué cosas…

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