Artículo publicado hoy, 03/03/2009, en el diario La Provincia/DLP

DE TODO UN POCO

Donina Romero

¿INCINERACIÓN O INHUMACIÓN?

Como poseo el privilegio de disponer de esta tribuna, y dado que el asunto que hoy les quiero exponer no tiene nada de fútil, insubstancial o nimio, me atrevo a opinar un poco en decisión tan complicada y olvido aquello de, “no des consejos si no te los han pedido”, pues creo que ante tamaña prueba que nos depara la vida, todos necesitamos un empujoncito para decidir la cuestión. Disculpen ustedes, queridos lectores, si el tema que hoy toco es un tanto macabro, pero creo que a más de uno/a le pasa por la cabeza con cierta regularidad esta pregunta que es más desagradable que un sorbo de aceite de ricino. Tampoco deseo frivolizar algo tan serio, pero aunque ya sabemos que la muerte es tan antigua como el Paraíso Terrenal y que pensar en ese paso obligatorio es algo así como si nos dieran un cogotazo inesperado, debemos ser realistas y aceptarlo, que por algo en las funerarias se venden féretros.

A mí, por ejemplo, se me deshacen las encías de la dentera que me produce cuando pienso que he de decidir, en mi despedida de este mundo, si incineración o inhumación pues llegado el triste momento -que es la hora de la verdad-, el cuerpo ya no sólo no necesita arreglos como cualquier traje viejo sino que además resultaría tan imposible revivirlo como averiguar que diez y cinco son catorce. Así es que con esta pesadilla encima (peor que 400 toneladas de crudo en alta mar), me quedo sin capacidad de reacción y sin ninguna frase de salida a tal obligada decisión, que por otra parte siempre va unida al aroma del miedo.

A veces intento no pensar en ello, pero el susto -peor que si me intervinieran en una operación sin anestesia- se convierte en una marea nada apacible, que me activa la razón y me busca las vueltas para decidir si sepultura o cenizas al mar. Desde luego me encantaría desestimar tal decisión, pero la cruda realidad es ésta y contárselo a ustedes me ayuda en el desahogo, para que pese menos. Quizá puede que a alguno/a charlar sobre esto le produzca más emociones que participar en un belén viviente, pero estoy segura de que a la mayoría nos da repeluz sin dejar de comprender que, efectivamente, es la última “negociación” y tenemos que solucionarla, o sea, cementerio (irnos a las plataneras, a las chacaritas) o cremación que, ¡ay, mamma mía, qué miedo! Seguro que pensando en este día de color viernes santo, se nos pone a más de uno cara de intenso estado de meditación y mortificación (¿incineración, inhumación?)…, pero si de pronto decidimos, con un correazo incluido, que lo mejor es lo primero por aquello de más limpio, menos gusanos y sin la sensación de claustrofobia, entonces nos entra una pequeña satisfacción como la de un médico al tener controlada la infección de su paciente, por ejemplo.

Y es que hasta para morirse cada uno tiene sus gustos y preferencias y por lo tanto, en vida, debemos disponer al menos de un par de horas (aunque no sea el momento de bulliciosa alegría) para tomar en consideración cómo queremos que se destruya nuestro envoltorio físico. Créanme que no es esto un asunto baladí ni sensiblero ni una bobada (totorotiada), pues lo que es bien cierto, certísimo, es que la decisión es complicada como un puzle (si bien servidora no intenta manejarles para meterles el miedo en el cuerpo) y hay que resolverla ya, aunque nos entre un repeluz por el pescuezo (totiso) y antes de que se nos congele la sonrisa con el sueño final, que ya lo dice el refrán, “quien no oye consejos no llega a viejo”, y es bueno romper la barrera del miedo con un golpe de sangre, enfrentándonos a una realidad que está ahí, inmutable. ¿Que morir es una faena? Todos lo sabemos. Pero también es una faena la faringitis crónica, nacer incomunicativo y más callado que un tuno, con carencia del lado afectivo o que los canarios no podamos exportar el sol. Y perdonen ustedes, amigos lectores, mi filosofía casera, pero es el único modo de despistarme de esa última situación en la que estamos todos irremediablemente involucrados. Ay, Señor, qué cosas…, y qué pena, penita, pena…

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