Artículo publicado hoy, 05/06/2007, en el diario La Provincia/DL


DE TODO UN POCO

Donina Romero

 

LA MOCHILA DE LOS MEDICAMENTOS

 

Desde luego siempre es agradable un cumplido, sobre todo cuando se van sumando los años y las goteras han hecho su aparición en este envoltorio llamado cuerpo (que sólo es un depósito de huesos), y que ya no lo tenemos a estrenar ni para hacer la danza del vientre. Y es que unas gotas de amabilidad, por parte de los buenos amigos, sientan tan bien como una medicina para remediar los achaques. Lo malo es que si con un piropo el alma se rejuvenece entera, al cuerpo y sus hormonas ya no les rejuvenece ni una mochila de medicamentos, que es lo que a diario nos tomamos para que nuestros motores funcionen, si no a la perfección para ir de escalada al Teide, al menos para ir tirando, aunque ya ni con almidón cogemos apresto.

 

Sabemos que el cuerpo es tan misterioso como una carta sin remite y que a partir de los cincuenta nos tiene en libertad condicional y decidido a no tener reparos en mortificarnos, aunque nos enfrentáramos a él con un escuadrón japonés. Y es por esto que servidora no suelo colgar en un perchero mis (gracias a Dios) pocos y pequeños problemas de salud, sino que los afronto con buen humor y pensando que podía ser peor (al fin y al cabo, como decía Julio Verne, “éste es el planeta de los reumas, de las pulmonías, y donde uno se hiela en invierno y se quema en verano”). Ahora, lo que no sé llevar es lo de los medicamentos a pesar de los progresos de salud que, gracias a los mismos, note en mi interior. Y es que a mí particularmente me molestan muchísimo las medicaciones aunque sé que son más útiles que una repisa para colocar libros, y cuando dejo de tomarlas me quedo más relajada que un masaje a cuatro manos.

 

Lo que me asombra es ver cómo tengo amigos pesados (cho plomos en canario) que se han colgado a su historia de tal o cual enfermedad y terminan siendo unos fanáticos de la mochila de los medicamentos y tan felices con las misma por miedo a irse pronto para el cementerio (chacaritas o plataneras en c.), y porque con las medicinas en su poder son como los marinos que sólo se hallan contentos sobre las tablas de su navío. Y qué decir de los hipocondríacos, que se pasan la vida imaginando cantidad de enfermedades y dolencias, sumidos en las profundidades de “su dolor” y atiborrándose de medicamentos por quilos, amén de tomarse la tensión arterial dos y tres veces al día, pues una subida de la misma les parece tan terrorífico como oír su peso corporal en la báscula parlante después de un año de no hacer dieta. Y luego están los muy mayores (carracas del Puerto en c.) o viejecitos sabedores, los que marean a los médicos más que caminar en círculo, pues no les basta con lo que les recetan éstos sino que además -para asegurar su mejoría- echan mano del “nocree”, o sea, “¿no cree usted, doctor, que para la circulación también me vendría bien aquel medicamento que usted me recetó en su día y que…?” “¿No cree usted, doctor, que para la tos también me vendría bien aquel jarabe que…?” Y entre lo que les recetan los doctores y el “nocree” de ellos, se van (arrancan la penca en c.) de la consulta más contentos que unas pascuas y directos a la farmacia más próxima -que les parece más bienhechora que los rayos solares-, de donde salen con un concentrado de euforia y su mochila repleta de medicamentos, que para ellos es el agua de su sed. Sólo les falta salir de la botica cantando el himno nacional mientras saltan de contentos, como si les hubieran cambiado a un “choni” un timple por un arpa. En fin…, que viva la alegría española y nuestra ingenuidad, porque a pesar de tanta medicina la edad no tarda en destruir hasta el cuerpo que fue más sano y hermoso, dejándolo sin fuerzas y lleno de enfermedades (arrastrando la chola y espichado de goteras en c.), y ni el “nocree” arregla lo que irremediablemente tiene que llegar, porque la dichosa edad hace que se escape la vida como una fuga de agua en una mampara de baño. Qué mundo éste…

 

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