Artículo publicado hoy, 09/03/2010, en el diario La Provincia/DLP
DE TODO UN POCO
Donina Romero
UN MINUTO DE CARIDAD
Como soy dueña de mis palabras y de mis silencios, voy a contar aquí la incorrecta actitud de alguien que iba a sus cosas como yo a las mías, por nuestra hermosa calle Mayor de Triana donde nací y me crié. Parada ante un escaparate, presté atención por interés a la conversación de dos hombres que hablaban de religión, pareciéndome uno de ellos un fanático de la materia. He de añadir que servidora tengo varios amigos agnósticos que se encogen de hombros siempre que les hablo de religión, pero son bondadosas y estupendas personas, y otros muy religiosos que presumen de ayunar como sacrificio pero olvidan las palabras de Jesús cuando dijo, “lo que yo quiero no son sacrificios sino misericordia”. Desde luego ganarse la vida no es tarea fácil y cada uno se la gana como puede, y tristemente la mendicidad es el refugio de la desesperanza y de la impotencia para sobrevivir. Se me acercó un amigo para saludarme y ahí andábamos de cháchara cuando vimos que se nos aproximaba un pobre hombre, de unos setenta años, bajito como un escabel, mal trajeado y con evidentes muestras de estar pasándolo mal dada su lividez cadavérica y el temblor de sus manos. Un total declive físico.
Nos pidió con gesto humilde una limosna, una ayuda, y como siempre, eché mano de mi monedero y le entregué unas monedas pues cuando me piden doy, ya que creo que el hecho de pedir es humillante y yo tengo un techo y una cama calentita donde cobijarme. Mi amigo hizo otro tanto y el buen indigente se dirigió a aquellas dos personas que continuaban hablando de sus cosas, y de pronto la voz del “fanático religioso” sonó ruidosa como un cañón dirigiéndose al mendigo casi con gruñidos, ofensivo y ultrajante. Le llamó desde vago a caradura, acompañado de una mirada de ira que le cruzaba el rostro y que mostraba una descarada animadversión desorbitada que dejó al pobre hombre con el ánimo como un tabique derribado. Aquel sujeto, sin ni siquiera un residuo de bondad, le expresó su hartura sobre aquel colectivo de “gandules”, mientras el menesteroso hacía esfuerzos por evitar el enfrentamiento.
Aquello no era fruto de mi imaginación y la situación provocó en mí una desagradable conmoción, y aunque desde luego yo no inventé la pólvora me sentí pólvora en ese momento y le dije al “fanático” con una tristeza que me rodeaba como las moléculas de oxígeno, “mejor sería que utilizara el método “perdón, pero no llevo suelto”, que no andar con esta perorata de improperios”. El mendicante desapareció de nuestro lado como por encanto, pero yo aún me quedé preguntándole al “creyente” si había sentido paz con aquellos insultos. Ante mi asombro el individuo me contestó que sí, que la ciudad estaba invadida de ellos, que había que cortarles las alas a estos pedigüeños y que de él no sacarían nunca ni un centavo.
Pareciéndome que aquel sujeto había alcanzado el punto de la necedad y la inmisericordia, opté por no seguir dirigiéndome a él, pero reflexionando con mi amigo en que cada uno de nosotros creamos nuestra personalidad con nuestro modo de pensar y de actuar, y que afortunadamente no todos los creyentes proceden así. Y me alejé traspuesta, casi como una burbuja subiendo a la superficie, pero criticando interiormente la injusticia de quienes no arriesgan nada ante las necesidades del prójimo, y más aún “si son tan religiosos”. Es cierto que tenemos exceso de mendigos en la ciudad, pero la vida es cruel y la fortuna está mal repartida. Mientras no se le ponga remedio a esto, ¿por qué no ayudar a quien lo necesita (sea para lo que sea, es una necesidad) si tristemente la mendicidad es tan antigua como las pirámides y existirá siempre? A lo mejor resulta que hasta soy una sentimental. Qué le vamos a hacer…
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