Artículo publicado hoy, 16/06/2009, en el diario La Provincia/DLP


                                       DE TODO UN POCO
Donina Romero
                              LAS APARIENCIAS ENGAÑAN
Sabemos que hay momentos para hablar y momentos para escuchar, y esto último fue lo que hice en la sala de espera de una conocida peluquería ubicada en unos grandes almacenes. A mi lado, una señora oronda y encorvada de espalda porque era cargada de pecho, esperaba su turno acompañada de su consorte, (parecían inseparables como el lunes y el martes) un hombre con cierto aire al protagonista de los “Simpson”, pero de aspecto noblote y a quien no daba descanso una tos de sótano pegada como garrapata, pero concentrado en una pequeña bandeja de dulces variados de donde picaba algo con cierta frecuencia. Dicen que al que no quiere no se le puede invadir, pero a servidora me apetecía la charla y me dejé llevar por aquella mujer que desde luego evitaba pasar desapercibida.
Se veía que ambos eran tan incompatibles de carácter como combinar una blusa de flores con una falda a rayas, porque así como él transmitía más tristeza que un vestido de color apagado y su cuerpo se notaba gastado por el peso de los años y sin ninguna oportunidad de revitalización, ella era simpática y sencilla como una vajilla de loza y más alegre que una campanilla de alzar en misa.  Ambos procedían de Mogán -donde vivían-, habiendo venido a la capital de compras y a resolver asuntos, aprovechando la esposa para un corte de pelo moderno, como se usa en la “suidá”, decía, y así regresar al pueblo como una pepona o un tollo compuesto. La señora, más ensayada que una escopeta, con una considerable facilidad para conectar y rebosándole el buen carácter por los poros, comenzó (para mi alegría) con gran agilidad mental a darme conversación mientras me demostraba que era una mujer de las de verdad, como una manta de pura lana virgen y no sintética, mientras el marido, más serio que un billete de quinientos euros, la miraba como si tuviera un momento tonto, o sea, recreándose en ella como en una figurita de porcelana con los filos de oro, aunque callado como un tuno. (Dicen que los más callados suelen ser los más listos).
         Servidora de ustedes continuaba sometida al asombro (asorimbamiento) y a la sana curiosidad (que no es pecado), mientras aquella mujer, como una marea desbocada, no paraba de contarme mil y una anécdotas hablando más de lo que aconseja la discreción, y su prominente vientre saltaba con sus risas hasta no dejarle ver sus zapatos, y el cónyuge continuaba tan silencioso como una pecera y más parado que un elefante de escayola, pero sin dejar de comer dulces y escuchar a su parienta que ya echaba fuego por la boca de tanto hablar. El buen hombre era prudente y discreto, pero tan seco de carácter que me daban ganas de ponerlo en remojo como a los chochos. ¿A que gusta más que decir “altramuces”? Pero a lo que iba.  Aún así, y recordando aquel hermoso pensamiento hindú, “a veces los silencios dicen más que las palabras”, le decía servidora a mi amiga reciente y parándole los motores, que su consorte me parecía un hombre sereno y más bueno que el pan de matalauva, pues aquella tranquilidad que corría por sus venas me daba pie para pensar así, aunque aquellas enormes ojeras del buen hombre no me parecieran hereditarias sino de trasnochador o de insomnios continuos. Pero ella, con convicción, sincera (sin papas en la boca), indiscreta y sin importarle la reacción del tragadulces, me informó -con asombro por mi parte- redobladas sus energías, sin cambiar su buen humor y descubriéndome, como Cristóbal Colón el Nuevo Mundo, que no me  llevara a engaño, que ahí donde lo veía tan sereno y callado era debido a su incapacidad de expresión verbal porque era de inteligencia justita, pero que no me fiara porque me la estaba dando con queso ya que “perro que está dormido, déjelo tranquilo, que éste la única virtud que tiene es que mientras come no discute, porque cuando no come muerde”, dejándome desconcertada, en un apurado momento y pensando que nunca tan cierto aquello de que las apariencias engañan. Ay, Señor, qué cosas…

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