Artículo publicado hoy en el diario La Provincia/DLP
DE TODO UN POCO
Donina Romero
LA IMPUNTUALIDAD
Siempre digo que para la puntualidad soy muy prusiana y que cuando tengo una cita con alguien impuntual me altero como cuando impera la actividad marina y las olas saltan, aunque entienda que saber esperar es una virtud como la del trabajo bien hecho. Mi excesiva puntualidad no significa que haya sido criada por mis amantísimos padres con una sobriedad espartana, sencillamente es que para bien o para mal siempre he tenido la cabeza rebosando de equilibrio y ser puntual es una más -quizá exagerada- de mis manías. Entiendo que así como en momentos de apuros sabemos en realidad cómo somos, con los impuntuales nos desconocemos pues nos asombra nuestra falta de diplomacia y hasta las ganas de mandarlos a hacer gárgaras, ya que es como estar en guerra con la vida misma dado que nos incitan a la pelea por muy ágiles que sean en el manejo de la palabra y de las disculpas. Servidora ya entré en la edad del goterío y la serenidad, y esta sucesión continuada de impuntualidades no me gustan porque me descolocan el sistema nervioso tirándome del genio que me lo deja de mal tabefe y más peligroso que un semáforo en rojo aunque luego, a la hora de la verdad, soy como un volador mojado aunque de entrada parezca una traca. Pero a lo que iba.
Esperar por alguien impuntual parados en una esquina, como un trono de semana santa (aparte de atravesarse la espera como espina de cherne), no es agradable como un revuelto de champiñones, cansa más que un hamster caminando en una ruedita, y molesta aún más cuando por esa tardanza nos vienen contando milongas que las hace difícilmente digeribles, pues siempre son argumentos y juramentos (los juramentos ya sabemos que no sirven para nada, que se los lleva el viento y jamás regresan) fatigados y repetidos que agobian a las palabras. Particularmente he de decir que tengo amigas estupendas, pero pesadas del carajo p’arriba por impuntuales, y en cada cita con ellas he de tomar el oxígeno necesario para que mis células respiren a pleno rendimiento y no me hagan estallar soltando mis enojos (engrifamientos, calenturas), pues la situación llega a tal extremo que si no fuera por mi educación sería capaz de vociferar en plena calle con duras amonestaciones, con las que seguramente no me sentiría mejor por ello, pero tampoco peor. Y me salva el genio pensar en aquel proverbio oriental que dice, “no abras los labios si no estás seguro de que lo que vas a decir es más hermoso que el silencio”. Y añado yo, “aunque por dentro esté más agria que el agua de San Roque”.
Y es que cansa mucho oír el tarareo de las mismas disculpas, por ejemplo, “ay, mi niña, es que “se me fue el baifo”, porque “recaló” mi nieta por mi casa y se me puso “pejiguera” conque le pusiera los dibujos animados, y como yo no sé darle a los mandos del D.V.D…” O sea, disculpas que por otra parte, son siempre las mismas “pellas” de falacias (batatas) más grandes que una torre de sesenta plantas. A veces pienso que me iría mejor irme de merienda sola, con mis pensamientos, que nunca son mala compañía aunque, la verdad, ya hace tiempo que dejé la época en que me buscaba a mí misma. Curiosamente, los impuntuales continúan siendo pertinaces en su informalidad y les importa un bledo (comino) el tiempo del prójimo. Creo que ser cumplidor y estricto en las citas es sólo una cuestión de generosidad, de pensar en quien espera y de no sentirse ajeno a su impaciencia. La impuntualidad es más vieja que la raña, y a todos nos cuesta un mundo ser puntuales porque el tiempo galopa a una velocidad imprevisible y además nuestro tiempo es sagrado, pero concio (taco canario), sólo hace falta organizarse un poco, ordenar las ideas del día, tener los ojos bien abiertos en el reloj y una ligera preocupación por el tiempo del otro. ¿No dicen que la puntualidad es una de las más agradables virtudes del ser humano? Pues puñema (taco canario), yo añado que también la educación, que es algo que no se aprende en los libros. Que tengan un buen día.
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