Artículo publicado hoy en el diario La Provincia/DLP
DE TODO UN POCO
Donina Romero
VINO Y SACARINA
Si el vino tiene buena fama por algo será. Además dicen que beber es sinónimo de buen comer, aunque a veces su elección, con un buen buqué, pueda resultar difícil y complicada. En cenas con mis buenos amigos les he oído comentar, como expertos en esto, que existen al respecto tres fases de sensaciones gustativas: “el ataque”, que es el primer sorbo, “la evolución”, que es el gustazo de pasear el vino por la boca, y “el postgusto”, que es la sensación que queda en la boca al tragarlo. Incluso he escuchado que también sirve de desconexión de problemas y que el corcho se debe de cambiar cada quince años para la exquisita conservación del preciado líquido, añadiendo además que las botellas deben guardarse en posición horizontal para que el corcho evite que entre aire en las mismas y el vino se enfade (amule).
La verdad es que no sé si todo esto es cierto o es una película creada por los sumiller’s, pero no entiendo ni me interesa tampoco la importancia del dichoso corcho, pues lo único que sé es que servidora de ustedes, cansada ya de pedir siempre que salía con los íntimos y no íntimos (todos disfrutando de vinos de la cosecha de tal y tal año) “appeltiser”(apletise en c.) “fanta de limón” o “seven up”(sevená en c.) dado que el vino me disgustaba como la leche agria y sólo su olor se deslizaba por mis fosas nasales como el de una jarea en un asadero, decidí con mi hija Donina -que heredó mis mismos gustos antivinícolas- que teníamos que acogerlo como una funda nórdica, sustituyendo definitivamente en los eventos las bebidas con gas, que nos parecían más tristes que un jarrón con flores pochas, por el apreciado y afamado vino, y valorando que seguramente en el cambio ganaríamos como un plato de ducha por una bañera (tina).
Así es que ambas dos comenzamos despacio (al golpito) -durante un par de meses- a beber diariamente dos deditos de vino tinto en las comidas, tapándonos la nariz (fos) y sintiendo que cada sorbo (buche) nos raspaba el organismo como un papel de lija del número tres, amén de las muecas (regañizas) en el rostro. Pero no había forma. Aquello era más complicado que una tumbona de cinco posiciones. Así es que dado el esfuerzo sin resultado positivo, tuvimos un bajón y no se nos ocurrió otra cosa que añadirle sacarina al vino tinto, pensando que así le daríamos un toque único. Pero aquello sobrepasó el límite de la repugnancia pues la sacarina nos enturbió la boca, además de no parecernos apropiado hacerlo en celebraciones.
Amargos chochos…, porque la sacarina tampoco facilitó la cosa ya que fue como tirar voladores mojados, como un sol sin calentar y más “bluff” que una moldura de corcho, o sea: una solemne decepción. Con lo cual y como no se nos ocurría otra salida, volvimos al tinto a secas con el mismo resultado anterior: intragable. Y no era vino peleón precisamente el que tomábamos como dos tontas (totorotas), sino -según la etiqueta y el precio- “un vino elaborado con uvas mencía y criado nada menos que en barricas de roble francés”, ¡toma castañas! Y ni así. Pero nosotras, pacientes como los que esperan tres horas para bañarse en la playa después de haber comido, y después de dos largos meses desesperanzadores, notamos un día, así, sin avisar, que nuestro soso paladar para estas cosas había mejorado a base de machacarlo con aquella uva exprimida, ¡la madre de la baifa! O sea, que la constancia, y el sacrificio lo agradecimos más que si nos hubieran regalado un lote completo de productos de belleza. Y aquí estamos ambas, dos meses después de nuestra perseverancia, degustando este rico invento con los amigos, por supuesto sin pretender una medalla por ello, compartiéndolo con mesura con los demás y gustándonos ahora como a los búhos la noche, algo que para nosotras era tan impensable como que a las ranas les crezcan pelos. Y es que, como en todas las cosas, la constancia es la madre del éxito. Ay, Señor, qué cosas…
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