Artículo publicado hoy en el diario La Provincia/DLP
DE TODO UN POCO
Donina Romero
EL CARNÉ DE CONDUCIR
A veces el aspecto exterior de las personas puede producir una opinión equivocada, y esto es lo que me ocurrió hace apenas una semana, cuando intentando aparcar mi coche en una cómoda esquina, otro conductor se saltó a la torera el espacio rozando con un fuerte golpe el lateral izquierdo del mío y dándose seguidamente a la fuga. La sensación de todo aquello fue innegablemente fuerte y en un principio creí que era víctima de alucinaciones y que confundía la realidad con los sueños, amén de dolerme tal actitud más que una boquera mal curada. La huída me pareció un acto de cobardía y ni corta ni perezosa le seguí inmediatamente hasta alcanzarlo, cerrarle el paso, y obligarle a bajar. Me sorprendió su imagen, que no correspondía al autor de aquella gamberrada: un hombre de robusta complexión, unos cincuenta años, vestido elegantemente (aunque con un bigote que le sentaba como un ladrillazo y con un reloj que más que reloj era una cebolla) y dando la impresión que era de los que cuando le sale una cana le da por llorar, que se dirigió a mí con dicción deficiente, en el más áspero de los tonos y con frases subterráneas que me atacaban sin diplomacia. En un principio pensé que posiblemente había perdido oxígeno en el momento de nacer, pero oyendo su ininterrumpida sarta de incoherencias no pude articular palabra ante tamaña sorpresa, pero con su irrespetuosa conducta más la fuerza con que defendía su terreno, me devolvió bruscamente a la realidad, y tan pronto como me hube recobrado de mi asombro, advertí de inmediato que la ebriedad le recorría por entero la sangre y que era un hombre sujeto a desequilibrios nerviosos.
Rígida de temor le pedí explicaciones que no resultaron tan sencillas, pues además de su palabra torpe, de yo decir blanco y él verde botella, su mente estaba confusa hasta que, por fin, con mis esfuerzos moviéndose al borde del histerismo por entenderle, le pude trincar el ritmo de sus explicaciones. Yo deseaba tratar el tema de un modo ordenado, pero nuestros distintos puntos de vista y su falta de coherencia lo hacían aturrullado e imposible. Así es que cuando ya casi me veía imposibilitada de continuar la conversación y decidida a abandonar (dado que no teníamos ambos el espíritu del acuerdo), me tomé la libertad de pedirle el carné de conducir y la póliza del seguro, con lo que se quedó más quieto que un gato muerto. Pero su fija obstinación por no mostrarme la documentación me hizo pensar que seguramente encerraba una razón que ocultaba con su profunda negativa.
Reiteradamente le pedí los documentos, pero parecía que su machacona terquedad llevaba el riesgo de eternizarse y por otra parte la medida de mis fuerzas ya flaqueaban. Mi desconcierto apareció al decirme de pronto que cinco meses antes le habían retirado el carné de conducir por circunstancias que no quiso explicar, y no deseaba exponerse de ningún modo a la misma situación. Sus ojos me pedían un poco de indulgencia, mientras iba operándose en él un cierto decaimiento que borraba aquel carácter agresivo del principio, y yo me sentí como si lo estuviera obligando a abandonar el país.
De pronto, y con su nube de lenguaje confuso y casi ininteligible por el alcohol, extrajo del asiento delantero del coche, una enorme bandeja de dulces (posiblemente para celebrar algo hogareño) que -“generoso” y espontáneo- me colocó en mis manos y a mi disposición, dándome las gracias por mi silencio y arrancando el automóvil con tal precipitación que parecía un conejo delante de un galgo. Atónita, quedé tan parada como una barca fondeada en la bahía, y aún en estado meditativo entré en mi casa a compartir los dulces con mi familia y a tomarme una gran taza de tila, que siempre ayuda a estabilizar las emociones. Qué mundo éste…
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