Artículo publicado hoy martes, 06/05/2014, en el diario La Provincia/DLP
DE TODO UN POCO
Donina Romero
DAR DE SU PROPIA MEDICINA
Reconozco que algo de intolerancia tuve en mis años más jóvenes, según con qué temas y actitudes de los demás, y también sabía que el silencio, según las circunstancias, no acepta u otorga, pero cuando los años pasan (ah…, los años…) estos te entregan de lleno a la comprensión hacia los demás, aunque ello implique renunciar a tu propia opinión con tal de no enfrentarte a diferencias que pueden llegar a batir la sangre. Servidora intento vivir a la manera que quiere Dios, pero inevitablemente con alguna salpicadura humana que, valga la redundancia, es muy humano. Y no hay que darle más vueltas a las vueltas. Y comienzo mi historia.
La decisión que había tomado me elevó la temperatura hasta el punto de que se hacía intensa a medida que aquel pensamiento, determinante y sin marcha atrás, se acomodaba en mi cerebro, sin reposo, exigiéndome cada minuto del día una venganza que me iba provocando trastornos en la respiración. Pensé en ofrecerle un exceso de alimentos que le resultara tan perjudicial que incluso llegara a provocarle la decesión. Pero me arrepentí ya que tampoco me atrevía a inferirle una muerte demasiado violenta porque no hallaba el valor para ello, pero aquella voz, chillona y desagradable que me producía pánico, me continuaba molestando tanto como a las plantas les provocan daño los pulgones, y mantener en grado correcto el río de nervios que intentaba propagarse y multiplicarse por todo mi cuerpo era un esfuerzo difícil de combatir.
Así es que aquella torrentera de furia en la sangre que ya me desbordaba, más la intolerancia, se hicieron ambas amigas de la rabia y la venganza y, las cuatro unidas, continuaron su camino como las raíces de un laurel de Indias bajo tierra. Y ya no lo soportaba más.
Casi al caer la noche, el enorme gato de ojos azules me observaba fría y fijamente ante mi ordenador, siempre desde el alto muro de mi jardín, y desde allí me maullaba con una energía rozando tal desmesura que traspasaba los pulsos de mi cerebro. Tres meses de suplicio. Invoqué a los cuatro puntos cardinales para que alguno de ellos acogiera al felino para siempre y lejos de mí, pero al desesperante animal le importaban una milonga mis invocaciones e implicado en la lid continuaba irritándome, convencido de su victoria.
Pero un día, y dado que la necesidad engendra la habilidad, se me ocurrió maullarle con un alarido furioso, a lo Tarzán, acumulando en tan aterrador grito todo el odio en mi fija mirada hacia él. El gato, ante tal inesperada situación desconocida para él, y con el miedo en el engrifado como electrizado cuerpo, abdicó de su enfrentamiento diario hacia mí desapareciendo para siempre de mi vida como una hoguera después de arder. Y nunca jamás volvió a hacer acto de su presencia. Y es que no hay nada mejor que dar de su propia medicina a quien quiere dinamitar tu paz. Que tengan un buen día.
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